Thursday, March 14, 2024

Libros y geografías


Claudio Ferrufino-Coqueugniot 

 

'Twas after dread Pultowa's day,
When fortune left the royal Swede -
Around a slaughtered army lay,
No more to combat and to bleed.
The power and glory of the war,
Faithless as their vain votaries, men,
Had passed to the triumphant Czar,
And Moscow’s walls were safe again -
Until a day more dark and drear,
And a more memorable year,
Should give to slaughter and to shame
A mightier host and haughtier name;
A greater wreck, a deeper fall,
A shock to one - a thunderbolt to all.

 

Así comienza Mazeppa, poema de Lord Byron. Solitario deambula el hetman atado a su caballo. En la gran Polonia se desvanece un amor. El azar tampoco perdona a los poderosos y la gloria de Rusia es en día aciago la debacle de Suecia. En Poltava, Pultowa para el inglés, tierra que no alcanzaron mis ojos a aprehender porque la estepa no tiene fin. También yo tuve un amor en Poltava. A pesar de que posiblemente la historia, hasta ahora, le ha concedido cierto sosiego en el desastre de la guerra, los árboles han perdido toda alegría en aquella ciudad y los extraños y a la vez divertidos personajes de Gogol han sido engullidos por obuses. Hay nieve sobre los campos de muerte, nieve sobre los montones de heno y las gigantescas canastas que hacían de parapetos durante ese combate del setecientos. Pero Nikolai Gogol no brinda únicamente jocosidad; despertará Viy e inundará Rusia con su horror.

 

En los billetes de hrivnas, moneda ucraniana, están los atamanes Mazepa y Khmelnytsky, esencia del pueblo rebelde, muy pronto invencible. También Iván Franko, poeta, y Shevchenko. Tengo fotos en Odesa con Franko, Babel y Holovaty, el primero no lejos del Hotel Bristol, digno lugar para novelas de Joseph Roth. Un delgado volumen del poema de Byron, en edición mexicana, me espera entre las luciérnagas del Paraná, en pueblo con nombre de chañar ladeado, o burla o memoria de cuán poderosa suele ser la naturaleza allí para doblar incluso el hierro. Por su vera caminan caranchos a manera de dandys. He visto el gran río pero en otro lugar; mi madre nació allí, oyendo el torrente y el siseo maldito de las yarará cusú. Los zorros tienen patas como zancos, negras, y sobresalen al pastizal.

 

No solo Lord Byron contempla la noche del Paraná sur, también la hermosa Louise Bryant me hace aguardar por sus escritos de seis meses en la estepa roja. Escribí sobre ella junto a John Reed, sobre Eugene O'Neill, la ya temprana abyección de Zinoviev y la casta bolchevique. El tren de Bakú…

 

Comenzaba mi texto, parte de mi primer libro Virginianos, de esta manera. Habla Louise: "Supongo que el fin de la vida nos llega a todos. A mí creo que me llegará pronto, liberándonos, a mí y a mis amigos, del encierro que me hace vivir en unas curiosas condiciones. Pero nunca importa demasiado... Debes saber que siempre te mandaré mi amor a través de las estrellas. Si llegas allí antes que yo, o después, dile a Jack Reed que lo amo".

 

Había leído México insurgente en la biblioteca de papá. En la universidad, en edición soviética, Diez días que estremecieron al mundo. Cuán confiable es esta traducción, poco, sospecho, pero seguí al Reed libre en el semidesierto del norte mexicano causándome indefinible emoción. De sus versos populares recopilados hasta cierta apoteósica entrada de Francisco Villa, el periodista se nutrió de fuentes que embelesaron a Bierce. Ahora quiero leer otra vez acerca de su dramático amor con Louise, el sueño y el fin. Siempre quise ver su lápida en las murallas del Kremlin, supongo que sigue allí; lo haré cuando la historia haya arrasado con el último zar.

 

Quiero imaginar los trescientos libros que Eliana Suárez como albacea guarda en su pueblo para mí, debajo del árbol chueco. Está Charles Darwin en los diarios del Beagle; Gulliver del demasiado inteligente Jonathan Swift; Rabelais en dos tomos; poemas del avant garde ruso, Maldestam, Jlebnikov, Tsvetáieva… Tantos otros cuya memoria carga herrumbre de años. Este veinte veinticuatro supongo, espero, los estaré acomodando en los espacios vacíos de mis volúmenes asesinados. Algún Schwob, no me acuerdo; sin duda escritores locales en medio de la marea europeísta. Ensayo y novela, poesía menos pero muy sólida. Historia por la cual siento mayor pasión que de mujer. Malaparte y Malatesta, Osvaldo Soriano tal vez, Borges y Drieu. No lo sé ni quiero, mejor que vengan las carabelas del descubrimiento, aunque Chicho Sánchez Ferlosio hará lo imposible por distraerlas y me llenen de cuentas de vidrio a cambio de nada. Con ellas enfrentaré la luz mala que en realidad me servirá para leer. Bioluminiscencia de los cocuyos del más allá.

 

Hablábamos con mi sobrino Diego hace unas semanas de la Cuesta de Sama, en el camino Potosí-Tarija. Pesadilla; las veces que subieron conmigo, la larga flota o el lento camión, parecía nunca terminar. Si voy en odisea a buscar mis libros en la pampa húmeda tendré que pasar por allí. Sin embargo, corrieron cuarenta años desde la última vez y algo habrá mejorado. Me encantaría volver a ver Embarcación, provincia de Salta, tanto leí en libros del Instituto Cervantes acerca de la exploración del Bermejo. Las letras serán pretexto para caminos. Habrá que decidir si ir hacia oriente o bajar al sur rumbo al Tucumán. Uno y otro guardan intensa belleza. Kazimir Malevich y Sonia Delaunay pintando palabras mientras cruzo la iglesia de barro de Tinogasta, en la mítica Catamarca de la que hablaban madre y padre.

 

Una hormiga cruza el salón y yo pienso en Virginia Woolf. Cuando la aplasto bajo mi suela de cuero crudo y produzco en ella una manchita amarillenta recuerdo lecturas sobre la reina Victoria en la perfecta prosa de Lytton Strachey. He de oler el Paraná, percibir el imperecedero aroma de mi madre en Gálvez y Rafaela. Mi alias de trabajador ilegal era Horacio Quiroga, tengo documentos que lo autentifican. Me los entregó un salvadoreño que tenía las manitas cortas por el cloranfenicol. Para él era un nombre más; para mí, invocación. Acuarela del río…

 

Pues así estamos. Con Lord Byron, Louise Bryant y Charles Darwin en el ocaso, en donde los navíos se ahogaron en ficciones, en botes donde depositaré los libros y subrepticio cruzaré el contrabando a las tierras del Alto Perú. Quizá sea menos dramático, más prosaico, como un avión o un tren, aduana, mirones de aduana, ¡quién sabe! Pero cargo pruritos novelescos e inventaré el argumento como quepa adecuado. Mejor calzado de botas y de machete, siguiendo a Pierre Loti, que con un barato maletín regateando impuestos.

12/03/2024

 

 

Saturday, March 9, 2024

Poemas de pasado el crepúsculo


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Langston Hughes viaja por un mundo encantado. No se referiría a la guerra española, aunque el poeta negro siempre se aproxima a la belleza, tal vez a la sospecha de ella. Se ha hecho profundo como los ríos, dice, y extraña a su amor en Alabama mientras los aviones bombardean. Hay, también, luna en Valencia y don Quijote es tanto España como el cuchillo artero por la espalda.

 

Las cinco de la mañana en Poltava. Las cinco en Kharkiv. Un vaso de agua a mi derecha, tomado a medias. Intento escuchar ecos de la guerra sin éxito. Por ahí, en la oscuridad, una banda ataca en cumbia. Ladran los perros. Sancho no está para escucharlos, solo yo ante la ventana con ojos telescopio que observan vida en las estrellas. Comencé a ver un filme acerca de un lobizón. Lo dejo para más tarde, con agua en botella esta vez, acompañado de la misma afonía de este momento. Una mujer se acuesta sobre las sábanas rojas y hace parte del paisaje. Apenas penetro en ella, juraría que no existe. Pongo dos almohadas grises para ver si el contraste la hace real y fracaso. No me duele fracasar, no hay penita pena pero tampoco indiferencia. Camino por la esquina de América y Gabriel René Moreno, visito la piscina donde he de inscribirme, compro ocho pesos de pan y como en la calle un sándwich de vacío. Retorno a mis sábanas carmesíes ajenas de fantasmas ya.

 

Las cinco de la tarde en Denver. Imagino mi casa antigua, me hace pensar en el poeta cuando escribe que se bañó en el Éufrates. Salgo en memoria a mi terraza, con un libro de Canetti que no abro al fin; me distraigo mirando canes que pasan llevando de la mano a sus amos. Antes de la pandemia, al amanecer, recién salido del trabajo, cruzaba en mi auto el parque Cheesman, cementerio de antes en donde abandonaron tres mil cadáveres que pueblan césped y pinos. Me gustaba ir por ahí, silencio encima de silencio. Luego bajaba por la calle 9 hasta llegar a mi callejón a la izquierda. Hay dos parqueos, uno es mío, el del apartamento 1. Cierro la puerta y miro arriba hacia el balcón cerrado. Siempre está allí esa mujer, cabeza y parte del busto, sus ojos en mí. No hago caso y subo las escaleras de la puerta lateral. No se oye nada, es cuasi macabro, tenebroso. Lo mío está en el primer piso, justo antes de la puerta principal con delgados vitrales. Cierro con llave y pongo la oreja. Al no haber ruido, tiro pantalones y zapatos a cualquier lado y me arrojo en cama con camisa y calcetines. Mi delgada y flexible lámpara queda encendida. La regalé a un vecino cuando me fui. Intactas botellas de ron y de aguardiente. Peter Mathiesen y Eduardo Rosenzvaig en el velador. Agua, siempre agua para aliviar mi desierto. Ligia descansará, lejos, en un cuarto de Daly City, bastante cerca del océano. Me contaron anoche que murió un hombre que la amaba, mi enemigo, a quien azoté enfrente del café Carajillo. No llevaré flores a su tumba, por supuesto, pero me hizo pensar. No quiero jugar senil y afirmar lo efímero de esto, de todo esto, prefiero dormir recordando la sonrisa de una bella muchacha italiana que por su edad podría ser mi hija, o mi nieta… Estoy llegando a la canción de los Beatles en unos días, When I'm Sixty-Four. Por cierto que no he perdido el cabello y que sigo enviando notas de amor y a ella, a la italiana, le mandé con el mesero dos jarras de caipirinha con olor a trópico. Luego se marchó y me dejó una foto que ni haré enmarcar ni veneraré; si estuviera acostada en mis sábanas rojas la penetraría hasta el principio del mundo, donde uno suele morir.

 

Rosenzvaig escribe: “Sabíamos con Umbral que Borges escribía uno de los mejores castellanos del siglo, pero su ceguera de heroico versallismo nos desbarataba”. “Borges, el erudito, que nos decía que la erudición es un juego, una simulación, una chanza a los estúpidos jóvenes que creen en ella”. “Borges hacía de la ironía un género de vida y del escepticismo un absoluto que redondeaba en epílogo, por ello nos robaba millones de años y confundía en la inercia”.

 

Mi primer año en los Estados Unidos como trabajador ilegal ahorré once mil dólares. Por cinco mil compré a mis padres la Encyclopaedia Britannica en veintidós tomos forrados de cuero azul oscuro. La mandaron a Cochabamba desde Washington DC con dedicatoria a Alicia y Joaquín en el primer volumen. Mi padre la leía en su mesa de comedor día tras día, año tras año hasta que accidentalmente falleció. Sigue aquí, en casa de mi hermana Elena que por ser mayor a mí consideró apropiársela. A veces Joaquín traducía largos textos por el ejercicio de hacerlo. Con sus desvencijados anteojos se acercaba a las delgadas y suaves páginas que todavía huelen a él. En el teléfono me comentaba sus descubrimientos: el genocidio circasiano, la biografía de Leonid Andreyev. De segunda mano venía la ilustración hacia mí, cuánto le debo. Con la Británica rememoro, cómo no, al ciego de Buenos Aires.

 

Las cinco y media en Poltava. Puedo reconstruir en mente el nacimiento del sol en el raion de negras tierras. No hace mucho, Ronald Arandia ponía en la bocina en casa de Elena canciones que acercaban el pretérito. Entre ellas a Gilbert Bécaud y Nathalie: “les plaines d'Ukraine”. ¡Ah! Los campos de Ucrania…

 

Atrapan prisionero a un moro herido, guerra de España, y Langston Hughes anota que es “tan oscuro como él”. Salto a las “voces dolorosas del África” de Agostinho Neto. Las lámparas se han hecho pesadas y descienden hasta hacer de casa casi refugio antiaéreo. El único obús que tenía, uno del 105, ha caído con estruendo desde el quinto piso. No tengo defensa ni alternativa. Creo que leeré a Dickens, algo de infancia no ha de venir mal. Después de almuerzo escuché música perdida de los judíos de Transilvania y sones del istmo de Tehuantepec. Miré fotos de Marina en malla, cuánta belleza, y dormí. Soñé que no soñaba y quedé vacío. Trago de agua, trago de sombra. Escucho pasos en la habitación: son los míos. Atento, trato de concentrar el sonido de pies descalzos por la madera. Froto algo de mentisan para dolores de alma y acaricio la piedra alumbre que me regaló un brujo en Cholula. Más que eso, nada, escribir un verso sin lírica, algún texto vacío. Las ocho cincuenta y nueve de la noche en Cochabamba; ayer me deslumbraba una sonrisa y al oído me contaban cosas tristes que no me hicieron llorar.

 

Termino citando de nuevo a Rozenzvaig: “Nada se parece más a la pérdida de la infancia como una dictadura”. Hablaba del Z de Costa-Gavras. Años 70. Camino al cine que creo estaba en la calle Sucre. He de ver Investigación de un ciudadano sobre toda sospecha, de Elio Petri, con Gian Maria Volonté y Florinda Bolkan. Hay pasos en el dormitorio. Han dejado de ser míos, hora del hombre-lobo.

09/03/2024

 

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Fotografía: Claudio Ferrufino-Coqueugniot/Casa de Bill

Wednesday, March 6, 2024

Viajes al pasado


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Edgardo Cozarinsky cuenta del famoso cuadro de Caspar David Friedrich, un hombre ante la bruma, en alguna mansión escondida de Budapest. Su cuento se teje alrededor de la historia de la pintura, una anciana condesa, la pertenencia de semejante pieza al conjuro centroeuropeo, a ninguna otra geografía. Pienso en el Prater de Viena. El viento frío penetra por la ventana con esquirlas de lluvia. Desde hace unos días, luego de leer el texto de una escritora rumana, pienso en Stefan Zweig, en cómo y cuánto lo leía en la biblioteca de casa: 24 horas en la vida de una mujer… Editorial Tor, de tapa coloreada y delgadísima. Unto mantequilla sobre pan francés. Negro humo del café.

 

La casa se ha llenado de silencios. No he tocado ni almohadas ni fundas, todo está como lo dejaron. Tengo cierto escrúpulo de destruirlo, de ponerme a limpiar y permitir perfume de aire fresco entre las paredes, quitar polvo de lámparas y apagar el disco de boleros de caballería que he ido tocando en el ocio libre. Esto se refleja en reembranzas de lo que escuché, las bandas que oí en el crepúsculo de pueblos. Enterramientos de domingo, crespones de papel en púrpura y ébano, músicos desorejados y ebrios que arrecian con el trombón, cornetas del fin del mundo, tambores inquisidores y bombos de antesala del destino.

 

Desde su balcón solariego, mi abuelo, subprefecto de Punata, veía pasar la banda borracha, alegre beodez que no coincidía con la penuria de los sones. Se acercaban, pasaban y desaparecían rumbo al campo dicho santo. Cruces pintadas a cal, que azules solo para la élite, inclinadas, deshechas, caídas. Flores nuevas para muerto nuevo. Viejo será apenas se marche el público y los desenterradores desvestirán al sujeto o aprovecharán el cuerpo de la difunta antes de medianoche. Luego palazos sonoros, arena y cascajo, el o la difunto difunta pelados con un resfrío que no podrá matarlos estando como ya están.

 

Hacia ese mundo encaró el domingo desde las nueve de la mañana, informándome de las vías modernas superpuestas sobre los durmientes del otrora tren al valle. Viajé allí, por Tin Tin y Vila Vila, en el techo, agachando la cabeza en un par de túneles de no larga extensión. Viajó mi padre niño de la mano de su primo Gualberto Villarroel, Ferrufino era, crío del cura Quintín. Desde su casa en la hoy confitería Dumbo, sobre la avenida Heroínas, visitaba a los abuelos en la calle Lanza, casa de tres patios, al lado de las monjas y el diario Ángelus ¡de rodillas, de rodillas! Hogar que contaba con un peculiar fantasma pianista a quien infructuosamente combatió mi padre con corto sable de oficial paraguayo obtenido por un pariente en el Chaco. El piano siguió tocando y el cuchillo cercenó macetas y flores de cartucho. Melancólico, un árbol de floripondio observaba hasta dormirse de nuevo al ritmo de teclas hermosas y malditas de quien nunca fue.

 

El cadete Gualberto Villarroel, de etiqueta militar, recogía al pequeño Joaquín y viajaba de la mano con él en ese tren del valle. Lo entregaba a su tío Armando Ferrufino Camacho e iba a visitar a su madre en Muela, después Villa Rivero, que en mi memoria aparece con los compadres Montaño, ambrosía al pie del ordeño, más deliciosos y en extremo grandes duraznos de partir de San Benito y los mejores de Ulincate.

 

Pobre Gualberto, lo ahorcaron más tarde, de ese poste de luz que muestro a Emily y Aly, mientras el otro pariente, ahorcado a su vez, mira desde el alto pedestal de palomas cagonas hacia el mamotreto de la “gran casa del pueblo”. ¿Copiaron el pomposo nombre de los guaraníes o de los iroqueses? Dejamos a nuestros queridos colgados para subir al en verdad impresionante teleférico. Aly me dice que La Paz le recuerda Lisboa, Emily sufre con el gentío de trescientos atolondrados camino de El Alto en la línea morada.

 

El alto valle, el Valle Alto. Tierra que nos liga a la Cochabamba rural de manera estrecha. Desde los ya fallecidos álamos reales que el abuelo plantó en el camino de Punata a Arani hasta los adustos ojos de Manuel Ignacio, héroe, a otros más suaves pero muy característicos. El mayor Celiz, de la Fuerza Aérea, de visita en casa, afirmaba el común parentesco con René Barrientos Ortuño; de boca en boca entre los viejos corría la leyenda del Ferrufino apuntando la charpa al macizo pecho del tirano Melgarejo. Charpas somos, algunos incluso llevan el mote como apodo personal. Los charpas y los otros, será, supongo, signo de distinción. Tarata y Huayculi.

 

Sugiero a Elena que conduzca no por el asfaltado entre Cliza y Tarata sino que tome el empedrado que atravesará el misterioso algarrobal de Tiataco. Este está en un sitio de las Naciones Unidas marcado en el mapa con otros alrededor del mundo como lugar notable.

 

Corría un “rápido” de color rojo entre los espinales de allí, cincuenta y cinco años atrás. Pertenecía al tío Jaime, el que a pie escapó de Curahuara de Carangas a Chile durante el período de los campos de prisioneros en el auge del MNR. Loayza Beltrán lo cuenta en el libro Campos de concentración en Bolivia; también cómo su hermano Rómulo Ferrufino Ustáriz se arrastraba por los helados pisos de la cárcel inutilizado por el ferviente látigo movimientista que castigaba su osadía de haberse cargado a dos policías durante una insurrección falangista en Cochabamba. Brisa del altiplano que construye figuras volantes. El frío duele más que el fuego. He pasado por Curahuara y pensado en los parientes, visto las magníficas pinturas de la iglesia, calentado las manos enguantadas con la fogata encendida debajo del tanque de diesel para descongelarlo.

 

El tío Rómulo, el mayor, hijo de Cecilio, era muy serio. Tres de los hermanos vivían al lado de lo que sería la Universidad Mayor de San Simón. Poco salía él cuando íbamos al campo en familia. “Rápidos” se llamaban las grandes vagonetas que utilizaba el transporte interprovincial. El tío Armando tenía una negra, y Jaime la roja con la que cruzamos Tiataco y donde por primera vez en mi vida veía ese paisaje entre dantesco y épico. Nunca lo olvidé. Elena, encara por este camino hacia Tiataco, luego curvarás hasta Arbieto y saldremos a la carretera que bordea la Angostura. Chevrolet “sapitos” de los años 50, tal vez Studebakers y Dodges al lado. Esos llevaban carga y gente. Eran altos; no encuentro ninguna foto en la red que los identifique. Me queda el recuerdo. Iban a Quillacollo, a Vinto y Capinota; a Tiraque y Pojo.

 

Niños alrededor del baile, nosotros. Tango y cueca, taquirari. Rómulo y Jaime se han quitado los sacos y danzan. Metidos en el pantalón, en la espalda, cargan revólveres de ocho tiros. En el amanecer de la fiesta salen al patio y echan balazos al aire. Mi padre con la Beretta calibre 32 que heredó mi hermano. Salvador Lobo, tío, contralor, lleva pistola pequeña. Canguro Antezana, dos, y mientras gira apaga una a una las estrellas con cada disparo.

 

A las dos de la tarde el sol no perdona. Pero debajo de los algarrobos la sombra cobija cactos. Algunos parecen muy antiguos. Creo que al menos esto se preserva en el país. La plaza cuenta con una espantosa iglesia de ínfulas modernas.

 

Caminamos por los ceibos que bordean la vertiente de Juturi. En la plaza de Anzaldo, de sombrero y anteojos negros como jamás uso, digo a mis hermanos que es quizá en mi novela El señor don Rómulo, casi al principio, que menciono a un pariente que vivía aquí, en una de las casas alrededor, y que tenía tres calaveras en su velador de hombres que había matado. Necesitaría compañía el señor, callada presencia, allá él.

 

Este viaje al pasado semeja casi un paseo por la muerte. No podía ser de otra manera en tierra belicosa, donde amedallados y no amedallados se mataban con fruición. Igual sus descendientes. Papá con un Winchester y el tío Jaime con pistola ametralladora haciendo guardia en la casa del abuelo en Cliza porque un par de veces los Jordán les habían arrojado dinamita al techo. Yo que no tengo armas de fuego bien sé que a pesar de eso el asesino anda agazapado. Si saldrá o no saldrá es el acertijo. Por ahora escucho calmado música provenzal y me acaricio las piernas.

 

Cuento las ulupicas, verdes y rojas, que compré en Anzaldo igual a un rosario. Una tras otra en su menudez letal. Desconozco su preparación pero he de aprender, vicios del capsicum.

 

Domingo que fue algo que nunca cedió, que permanece como argamasa de hierro aunque alrededor hayan caído en ruinas los artefactos de la memoria. Recolecto piedrecillas de color, tomo fotografías. La próxima avanzaremos al todavía fabuloso río Caine. Plantaciones de papaya como flores anaranjadas. Negros buitres antes de comenzar la subida al Potosí.

 

Apenas he comenzado a caminar. Multitud de sombras me sigue como a diputado nacional. Exigen que escriba sus nombres que si impresos están los justifican. Caso contrario se hundirán en la tristeza, aciago lodo del adiós.

05/03/2024

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Fotografía: Claudio Ferrufino-Coqueugniot, 2024. Algarrobos en Tiataco

Thursday, February 22, 2024

El retorno de las hijas


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Enriquecedora llegada de las hijas. El reloj de muñeca se ha detenido. Pila que no cambiaré hasta que pasen dos semanas. No necesito noticias del tiempo. Todo fluye ahora: el viento, la luz, la lluvia.

 

Abro las dos últimas maletas de mi regreso, las que trajeron ellas. Dire Straits y Mozart: Tänze und Menuette; Tristes trópicos de Claude Lévi-Strauss; Bellacos y paladines de Augusto Guzmán. Poco a poco va alimentándose la biblioteca, que fue inmensa en su tiempo y resistió más que la de Alejandría a pesar de las pérdidas. Me sentaré en el silencio de la esquina, sobre el sofá negro, a abrir páginas enmohecidas o secas. Voy alistando un grupo, comenzaré con La comedia de Charleroi. Recuerdo mi viaje a Amiens, visitas en la Picardía francesa. El tren atravesaba el bosque de Compiègne, detrás de la catedral de Amiens creí estaba Pedro el Ermitaño, la inundación debió ser similar en Flandes: casas hundidas, bucolismo de agua sucia, gris, gris como no podía ser distinto un cielo que alimentó a Robespierre en Arras. Hervé retornará de Lille a recogerme; Silvia Jemio seguirá conversando sobre la Máslova de Tolstoi. Luego el modesto lecho que provee la anarquía, largas estadías en parques, almuerzo en la Sorbona, delirios en el Luxemburgo. Un vuelo al Canadá con un afiche de Modigliani que conserva mi hermana Delia en Chicago después de casi cuarenta años.

 

Las hijas. El recuerdo. Washington DC y Denver. Hospitales, certificados y llantos. Una diferente de otra. Hoy se sientan a conversar conmigo acerca del populismo latinoamericano, de proyectos y temores fundados. Solo ayer jugaba al jai alai con ellas en el patio de la avenida Peoria, les preparaba guisos de fideo con carne, nadábamos en la piscina mientras las alarmas anunciaban tornado y que había que salir del agua. Ni salimos ni tornado hubo, solo un tinglado voló como ángel aluminio.

 

Me llama alguien de La Paz, voz de mujer. Preguntan quién era ella, hacen un tour de la casa, sugieren mesas pequeñas para los dormitorios. Las ordenaré pronto para el año en que vuelvan. No me he puesto a cocinar, apenas a hervir un par de chorizos de calentar y preparar emparedados de queso de chancho o mortadela con escabeche. Se ha transformado la vida, les comento, ya no es llegar a la calle Clarkson y tener que preparar platos para la semana. Emily me pide alguna pasta; Aly rellenos de papa. Las vagonetas corren hacia Mizque, a la casa de Elena en Yunguillas. Muestro lugares con supuesta historia, recorremos en verbo imágenes de la vida de los hermanos Ferrufino Camacho, mi abuelo Armando, el rubio Rómulo, Cecilio el mayor y José con traje militar francés, favorito del presidente Salamanca, odiado por la mersa de oficiales. Cerámica blanca de Mizque, caritas achinadas como las de Omereque en barro marrón. Un río que fue soberbio y que lleva llantas viejas de camiones hoy, y tiene botellas rotas en el fondo. Dicen de las parabas de frente roja, comentan y no se ven. Se las habrán comido.

 

Extraigo de una de las maletas varias figurillas de calaveras. De origen peruano. Perú ha hecho una industria de la muerte en miniatura emulando a México. Calavera sentada frente a computador; calavera Elvis; calavera director de orquesta. Está bien pero se ve la diferencia. Perú no tuvo a José Guadalupe Posada; México no a Martín Chambi. Si somos lo mismo, hablamos el idioma del amo y nos venimos matando entre nosotros desde antes de Adán. No cambiamos ni cambiaremos. Oscuro amén.

 

Anoche, cuando ellas dormían, puse a tocar Hervé Vilard. Infancia y juventud. Se agitan los espectros queridos. Si salgo siempre les dejo música. Ayer fue bhangra del Punjab; hoy creo que Los cantores del valle, disco que teníamos a mano para las fiestas de tíos y primos, con la tina llena de cien cervezas y dos barras de hielo que fabricaban cerca del Cero, en la avenida Barrientos. Hoy todo eso está superpoblado. Hay puentes aéreos sobre muladares y cabras. Apenas reconozco el estadio del barrio petrolero. Encima de la tapada Serpiente Negra se detienen los taxis para los choferes beber vasos de hirviente leche de burra, ordeñada ahí mismo, a la vera, mientras otros bocinean desesperados por la trancadera de viciosos. Pensamiento mítico, primitivo, con cuánta verdad lo desconozco.

 

Mientras conversamos el martes por la noche, vaciamos una botella de tannat. Vino fuerte, parece malbec, dice Aly, con catorce grados de alcohol. Aromático. Para el trayecto de Mizque, la fogata a la intemperie de las luciérnagas, alistan un syrah tarijeño. Hay cascabeles en las estribaciones de los cerros del Infiernillo, con lomos de figuras romboides como tejidos andinos. Víboras similares, más pequeñas, habitaban detrás del calvario de Urkupiña; por ahí se descendía a una laguna y se subía al otro cerro, a los silos de Cotapachi. No lo veo desde mil novecientos noventa. No habrá ni silos ni lago ni víboras. Evo 2025 y viva la virgen.

 

Muchacha borra esa fecha del duraznero, escucho. El crepúsculo de carnaval cae en globos de agua sobre la casa de Trojes. Los vecinos festejan con lloriqueos charros, de a ratos truena una banda. La Poopó tocó un par de horas frente a mi edificio. Humeaban fricasés y vírgenes y Cristos temblaban en pedestales de yeso ante los bombos decorados. Un tamborilero a cada costado, magistrales platilleros hacen mejores fintas que Ronaldinho Gaúcho. Estruendo de guerra mientras adustos aymaras no mueven el semblante. Magnífica música, pueden guardarse el rito y los santos. Que agradecer el comercio y la coca deben, es claro, allá ellos y sus cuitas, que suene la banda.

 

Lloraban Emily y Aly en el amanecer de Denver. El padre dejaba atrás más de treinta años conjuntos. La vida tomaba un giro esperado. Se secaron lágrimas en la atmósfera y llegó la modorra. Desperté en casa que ya no era la mía aunque me alojase allí. Desde el quinto piso no seré prosaico diciendo que contemplo mi existencia, pero observo el barrio, escucho a los perros y cuento multitud de macetas de la vecina abajo. Me he rodeado de pequeñas cosas que me ligan al pasado. Añoro tal vez pies descalzos de mujer. ¿Vendrán no vendrán? A saberlo. No parto a Uzbekistán todavía porque me lo impide la espalda. Pero digo a mis hijas de Bujara y los pasadizos montañosos con flautas y árboles de albaricoque.

 

Sol de desierto. Por hoy me conformo con lluvia que desciende del Tunari, mixturada de nubes y memorias de retama que ya no existen en las estribaciones de este Ande multifacético y en exceso poblado. Dejo en el tocadiscos para mis fantasmas el bellísimo clarinete de Sidney Bechet y cierro la puerta.

22/02/2024

Friday, February 16, 2024

Adams Morgan/CUADERNOS DE NORTEAMÉRICA


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Este “cuaderno” fue escrito por mi esposa Jenny.

 

Calles húmedas, subiendo la colina por la Columbia Road, cerca de Mt. Pleasant Street, donde pelean salvadoreños y policías. Vacías cervezas en las veredas y gringos maoístas gritando entre filas de gente rabiosa.

 

Ahora solo ruidos de autobús y automóviles. Los vendedores de la calle improvisan paraguas con plástico azul. Olor a salsa, mangos podridos. Negros durmiendo enfrente de la Casa de Jesús. Pateo una sucia paloma que se me acerca. Luego pongo 25 centavos en la mano de un viejo.

 

Anochece. Dakota abre sus puertas con espectáculos de láser y minifaldas. Una rubia se detiene en la esquina de la 15 y Columbia a escuchar congas y tambores de negros musulmanes. Les da un dólar y continúa hacia su pequeño apartamento donde la espera un gato gordo, ajado, celoso.

 

Washington DC.

1990

 

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Imagen: Dibujo de Jenny Gubrud, 1990

Thursday, February 15, 2024

Arlington/CUADERNOS DE NORTEAMÉRICA


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Mis barrios mansos, de ayer y futuro. Nieve cae; se ocultan los mapaches.

 

Voy por las calles, los árboles, la escuela Jefferson sin niños. En la esquina, el bar; la mesera confunde los senos con los grandes vasos de cerveza, empañados sus anteojos en el vaho del chop.

 

Roy Orbison, que no está vivo, canta Pretty Woman. La tarde trae alcohol y veteranos de Vietnam. De ellos, un médico, John Bakker, que paga mujeres para bailar la noche. Primer Arlington.

 

El segundo era más suave, tenía balcón, hija, esposa. Ciudad de caminar por el bosque, de bolsos para compras. Nadaba un pato cabeza verde en el agua cercada; ahí sigo yo, mirándolo, todavía melancólico de no encontrarlo a diario.

1990 

Friday, February 9, 2024

Adoquines de Varsovia


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Dejo en cama la fiebre, el virus, la mácula y el trueno y me siento a escribir. De fondo, George Harrison y Paul Simon cantan Homeward Bound.

 

Los ulanos marchan por las calles de Varsovia para enfrentar al Ejército Rojo. He mirado el filme La batalla de Varsovia, 1920, de Jerzy Hoffman, con Daniel Olbrychski en el papel de Józef Piłsudski. Tremendo actor. Fue Tugay Bey, Andrzej Kmita y tantos otros personajes del mayor cine polaco. Participó de aquella joya cinematográfica que fue La tierra prometida (Andrzej Wajda, 1975), basada en la gran novela de Władysław Stanisław Reymont, Premio Nóbel de Literatura en 1924, en una Łódź gris e industrial que desde entonces se me ha tornado en obsesión, algo como no moriré sin haber visto Łódź, que me recordó, además, una lectura de mi temprana juventud, cuando Ilia Ehrenburg en sus memorias contaba del poeta Julian Tuwim, que había nacido allí, y que amaba aquellos orines y charcos de su ciudad. Viajar de una referencia a otra, así uno construye los muros propios, la cueva, la celda, el nicho donde esconder tesoros. Pablo Neruda conduce a Ehrenburg, este a Tuwim, Tuwim a Łódź, sus calles a Reymont, en indestructible cadena de eslabones, del hierro al diamante. A Bruno Schulz, Zuzanna Ginczanka, Wislawa Szymborska, Olga Nawoja Tokarczuk…

 

Volviendo a Jerzy Hoffman. Esta cinta no alcanza la maestría de su trilogía histórica inspirada en la obra de Sienkiewicz. Esencia polaca de la libertad, fronteras cambiantes y centenarias, mezcla de culturas, razas y tragedias compartidas. Épica del triunfo como de la derrota. En los Lagos Masurianos fueron vencidos los caballeros teutónicos en 1410 por una coalición polaco-lituana. En 1914, rusos y alemanes combatían de nuevo en el lugar. Cada ápice de tierra de la región siempre estuvo bañado en sangre. La belleza de Volinia, la de Galitzia, esconden inenarrable horror.

 

Alguna vez escribí sobre la guerra polaco-soviética del 20. Si mal no recuerdo está descrita en la novela Así se templó el acero, de Nikolái Alekséievich Ostrovski, quien la terminó a pesar de su casi total invalidez y ceguera. Ostrovski, al igual que Isaak Bábel, perteneció al Primer Ejército de Caballería, el de Budionny, que combatió en ella. Libros muy distintos los suyos. Ostrovski, desde su lecho, dictó páginas de realismo socialista, de proletariado y revolución. Bábel, de las figuras de Pan Apolek en una iglesia perdida en los bosques. Se ha olvidado ya a uno mientras el otro persiste. Seguramente en la Rusia de Putin se continúa editando al bravo novelista discapacitado; de Bábel se hacen hoy ediciones completas en varias lenguas.

 

Ludendorff pensaba talar el bosque de Białowieża para alimentar su maquinaria de guerra. Hoy persiste, antiguo, bordeando Rusia Blanca, esperándonos a Natalia Aleksandrovna y a mí desde que descendimos de aquel tranvía en Vinnytsya, cuando los sueños eran seis años más jóvenes y los fracasos se convertían en victorias. Espectros de Hermann von François y Alexandr Samsonov, un libro que compré en la esquina de la Ayacucho y General Achá. Sigo considerando a Solzhenitsin como uno de mis grandes autores y a las miles de páginas de La rueda roja una Biblia moderna.

 

Todo me lleva a Polonia. La disfruté en el libro de James Michener y en cincuenta años de lectura. A pesar de eso sigue desconocida. Sus vértices son muy profundos en la historia de la vida y jamás alcanzaré siquiera a vislumbrar sus inicios. Como lo demás: Colombia en La vorágine, en Mutis y Roberto Burgos Cantor; Argentina en Borges y Don Segundo Sombra; Hungría en Mauricio Jokay; Francia en Hugo y De Vigny. ¿Dónde compramos más tiempo? Se acaba más rápido que la gasolina. Las filas de autos en el surtidor de la esquina se hacen largas. Se quiere cumplir con horarios y obligaciones. Sentado en la plazuela circular, sin automóvil ni trabajo, me veo tan ajeno ya. Subo los escalones que no del paraíso y me refugio en Anaïs Nin y Hermann Hesse. De este, la memoria de mi amigo Oscar Vallejo a quien mataron a patadas en el Colegio Militar. Me había regalado Demian en cierta aburrida clase de sicología. Es lo que más recuerdo de Hesse, un primer amor.

 

Bakunin y Herzen escribían y complotaban desde Londres por el triunfo de la rebelión polaca de 1863 contra el Imperio Ruso. Incluso Mikhail Alexandrovich intentó llegar para unirse al alzamiento. Chopin en algún filme tocaba al piano la Polonesa Heroica. Visité su tumba en Père Lachaise. Ignacy Jan Paderewski, Mickiewicz, María Walewska, Jan Matejko, arte y belleza.

 

Trotaban los caballos de los ulanos sobre los adoquines de Varsovia y yo me he puesto a volar por otros cielos. Íntimamente sé lo que quiero narrar y me valgo de subterfugios para ello. Bábel hablaba que lo que importaba era el estilo y no el argumento. Alguien como él podía decir lo que quisiera; o no decirlo, maestro mudo en que se convirtió para sobrevivir.

 

He hecho planes futuros; no se puede hacer planes pretéritos. Tambalea el porvenir ante los vientos, la lluvia cae de perfil, golpea ventanas, vidrios con resonancia de órgano. Pero, fuera de eso, silencio, absoluto, afasia de tiempos modernos, cómo no caer en solipsismos cuando sombra alrededor.

 

Abro la puerta de entrada. Boca oscura, el departamento como nave espacial perdida en las estrellas, de zafado rumbo y comida estrecha. A pesar de eso no escribo ciencia-ficción. En una década quizá, sabiendo que esa época es improbable o no existe. Me sumerjo en el agua del cretácico de monstruos reptantes. Ayer hablaba del hombre de las cavernas y de cuánta alimentación se necesita para no morir, otra zamba.

 

Disfruto del cine histórico, de la similar literatura también. Me alegro haber traído conmigo Rumbo a Tartaria, de Robert Kaplan. Me ayuda a ajustar mis itinerarios ilusionados, no ilusorios. He estado averiguando cuánto costaría vivir en Uzbekistán y es bien poco. Mi jubilación alcanzaría con largueza unos meses allí. Al igual que Łódź, hay lugares que pertenecen a mi sueño: montañas de Tian Shan, desierto rojo de Kyzylkum, comer plov, pilaf, tan parecido a mi arroz con pollo. Bujara, Samarkanda, Tashkent.

 

Estaba en las lustrosas, por lo usadas, losas del piso de la capital eslava. He saltado un universo para hallarme en un bazar descarnando con la mano huesos de cordero. En Denver entraba a un restaurante de la avenida Colfax donde hacían magníficos pierogis. Entonces, y siempre, pensaba en Polonia. En esta encrucijada un camino lleva a Brest, el otro a Lublín y un tercero a Varsovia. No estoy allá ahora para decidir. ¿Pesará la frontera movediza, las señoriales calzadas o Isaac Bashevis Singer? Opto por la tristeza.

 

Non omnis moriar, mis magníficas posesiones

– manteles como prados, armarios como castillos inexpugnables,

hectáreas de sábanas, ropa bellamente tejida,

y vestidos, vestidos de colores muy vivos – me sobrevivirán.

No dejo herederos.

Que tus manos hurguen entre mis objetos judíos

Chominowa, de Lvov, esposa de un delator,

madre de un “volksdeutscher”.

Tal vez estas cosas sean de utilidad para ti y los tuyos,

pues, queridos, no dejo nombre ni canción.

Os recuerdo, como vosotros os acordabais de mí

cuando venían los de la Schupo. Recordadles quién era yo.

Así pues, amigos míos, alzad vuestras copas,

celebrad mi funeral y vuestras riquezas:

alfombras y tapices, fuentes y candelabros.

Bebed durante toda la noche y al amanecer

que empiece la búsqueda de piedras preciosas y oro

en divanes, colchones, mantas y cobertores.

¡Oh, cuánto provecho sacarán de ello!

Matas de crin de caballo, manojos de hierba de mar,

nubes de cojines y almohadas rajados

que mi sangre recompondrá, convirtiendo sus brazos en alas,

transformando en ángeles esos seres alados.

ZUZANNA GINCZANKA

08/02/2024

 

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Imagen: Zuzanna Ginczanka, nacida Zuzanna Polina Gincburg, asesinada por los nazis en 1944