Thursday, January 7, 2010

En el Congo


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Frank Marshall ha dirigido un filme: "Congo". Está basado en la novela de Michael Crichton, el mismo que hiciera "Jurassic Park". Ambas obras, con sus películas respectivas, se adentran en un pasado que de tanto ser misterioso, desconocido, se presta a ser revivido en las formas más diversas.


"Congo", y quizá también "Jurassic Park", deben, al menos idealmente, su espíritu a la obra literaria de H.G. Wells, sobre todo a un específico relato del autor británico, y cuyo nombre no recuerdo. El cuento, tenso, juega con los miedos ocultos, con la genética primigenia, aún presente, del tiempo en que el humano era bestia. Debajo de la moderna imagen del hombre pervive el salvaje, y éste puede manifestarse como algo externo: monstruos y fantasmas que nos acosan desde afuera, al otro lado de la ventana, o, para dar crédito a Stevenson, una dualidad que convive en un único cuerpo.


Las representaciones de temor, las invenciones a las que nos sometemos, no son más que la permanencia y la perseverancia de esta lucha. Batalla por demás interminable, sin vencedores ni vencidos.


El cine norteamericano ha logrado captar mejor que nadie estos sentimientos extraños que nos ligan con el tiempo de la creación y, paradójicamente, nos alejan de Dios. Mientras más atrás nos vemos, más nos alejamos de la teoría de la divinidad, aunque se podría aceptar, para susto de los teólogos, que el Ser es sólo un elemento sanguinario que nos ha legado sus ansias de muerte.


Decía que los norteamericanos logran visualizar el terror primal con mayor efectividad que nadie. Es característico de las culturas celta y anglosajona, de la tradición druídica y sus sigilosas ciudades hundidas que se ven bajo la luna. Rito aún más viejo que viene desde Stonehenge y de la soledad de las islas británicas o las costas bretonas. Y, trasladándonos a América, de la presencia del hombre ante la infinitud.


Menciono el Congo mas estoy hablando de las brumas germánicas. Toda la floresta de la selva húmeda, y los gorilas, cascadas, helechos, me hacen imaginar con fijación la niebla. En lugar de pensar en Zaire, vislumbro la oscura morada de los hermanos Bronte: las tres y el comedor de opio. ¿Por qué? Porque "Congo" no trata en verdad de una expedición de rescate o de una misión científica a un volcán africano, sino de la hondura del miedo. Y qué mejor representación del horror que los yermos de Inglaterra, Irlanda o Escocia, donde hasta el pasto tiene la viscosidad del sudor de la muerte.


Hay cosas innecesarias en "Congo", desechos que son ansiados y consumidos por el gran público. Pero, descartándolos, es un filme vital, activo y misterioso. Autor, guionista y director han logrado conjuncionar en él dos ramas de la rica literatura inglesa: Henry Rider Haggard y Joseph Conrad. Estos escritores, por distintos caminos, representan una tradición literaria. Ambos son autores de aventuras, pero Conrad, en "Corazón de la oscuridad", es más errático y profundo en cuanto a la mente humana. Rider Haggard opta por la aventura como tal, sin mayores presunciones intelectuales. Cierto que en los dos está el misterio, la magnitud de lo inaprehensible. Finalmente, unas búsquedas son mentales y otras físicas, aunque vengan a ser exactamente lo mismo. Una fusión de los autores referidos sería la figura de Richard Francis Burton, orientalista, historiador, geógrafo, soldado... ligado por igual al Africa y a las pesadillas inglesas. En este traductor de las "Mil noches y una noche" se condensarían todas las posibilidades del hombre; en él y en Thomas Edward Lawrence, continuadores de una extensa cadena de artistas isleños que aúnan en sí mismos los dos cabos de la vida humana: Apolo y Dionisios.


Esta noche es tenebrosa. El perro de mis hijas ladra sin cesar. Pienso en Poe y me cosquillea la sospecha de estar viviendo encima de un antiguo cementerio. Hasta yo caigo en esta manía de los monstruos primarios, de los que "acechan en la oscuridad", de los dioses dormidos que esperan nuestras invocaciones leídas en alta voz desde el "Necronomicón". Y se lo debo hoy a "Congo", película que

debe ser vista a solas, de noche, en abstinencia.

Imaginemos un río, internándose en el Africa central, pero que abstrayendo puede ser el Támesis de Lord Dunsany. La vegetación extrema representa el alma humana. Sudor, calor, muerte son espacios unidos de un todo. Y este atado de emoción y apasionamiento que somos los hombres, se lanza a la búsqueda de míticas ciudades, nosotros mismos.


Ofir, que en la película es Zinj, las minas del rey Salomón, se hunde tan adentro que pasamos la vida tratando de encontrar sus señales. Y en ese trashumar por cuerpo y deseos que nos pertenecen, nos enfrentamos a los otros yo ocultos. Y esos seres antiguos, disformes y horrorosos, quizá han de tomarse la existencia y cargar con ella a sus cuevas de las que no se sale. Tendremos los diamantes de Salomón pero también polvo encima, como estatuas. Leamos a los iniciados. Abramos unas páginas del "Rey de la máscara de oro", de Marcel Schwob, y destapemos una cerveza ahora que hay tanto sol.


Es justo aclarar que se puede ver "Congo" prescindiendo de uno y todos de estos argumentos. Si se desea, no es más que una fácil e interesante producción norteamericana, que no tiene nada que ver con Korzeniowski y a la que nunca le pasó por la cabeza despertar los fantasmas de Herbert George Wells.

1996

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Publicado en Los Tiempos (Cochabamba), 01/09/1996

Publicado en Arte y Cultura (Primera Plana/La Paz), 08/09/1996

Imagen: Jean-Baptiste Douville, Voyage au Congo et dans l’intérieur de l’Afrique équinoxiale. Atlas, 1831

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