Monday, April 12, 2010

El ecléctico Franz Tamayo


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Merodeando entre antigüedades en internet, un objeto me llama la atención; dice: “medalla antigua de Franz Tamayo, Bolivia”. Cuando entro al sitio descubro que el pequeño metal reproduce los rostros del Káiser Guillermo II en la parte superior y el de Francisco José I, abajo. Hay un nombre borroso: “Franz” (Franz Joseph, emperador de Austria evidentemente), marcado. De ahí la relación con Franz Tamayo, la adoración -diría- de un ignoto e ignaro vendedor por aquel hombre extraño que fue Tamayo. Para él, el lugar de descubrimiento de la pieza, Bolivia, y un nombre, Franz, sólo podrían guardar un único y seguro vínculo, que aquella era una medalla de homenaje al autor paceño.

Esta extraña historia es sin embargo emblemática, refleja al aún hoy desconocimiento del hombre y del escritor. Casi todo sobre él se ha guiado por decires y su trayecto en medio de idolatrías insensatas y no menos insensatas críticas queda como un rasgo borroso en una superficie penumbral, un nombre grabado en una moneda intemporal.

Se ha diseccionado su obra, como supongo las necesidades del conocimiento obligan, y no se decide nadie, en singular afirmación, a centrarlo en sí mismo. Modernista, clasicista, indigenista, débitos verbales hacia un mundo angurriento de clasificaciones. ¿Qué es Chagall? ¿Un pintor ruso, uno judío, un miembro más de la Escuela de París? Todo eso junto; Chagall como representación de la antigua Vitebsk, dormida sobre el Dnieper, un cúmulo de historia y etnicidad, de religión y farsa, de ostracismo y pertenencia.

¿Tamayo? ¿Aymara con aires de griego como pretende alguna burguesía insulsa? ¿Europeo -en pensamiento- encadenado en las vertientes del Ande? Ante todo poeta, uno que sugirió a Borges, recordando algún verso, un hálito brillante acerca del poema y la poesía.

Líneas que figuran sociedades ancianas, la búsqueda -feraz y válida- de inspiración en el mundo helénico con un toque casi imperceptible quizá para quien no cuente con indio en las venas, del deslumbramiento de las sociedades “primitivas” ante el mundo. La reunión, Tamayo, del intelecto y del asombro.

Despierta el poeta, abre la ventana y observa la masiva belleza del Illimani. Es América, un mundo joven, y su ímpetu clásico sufre el influjo de la ostentosa geografía. El Illimani, sólido como peñón que divide cielo y tierra, tan lejano y tan distinto del humilde Olimpo heleno donde moran los dioses. Esa roca que horada el horizonte, casi mágica, desdeña ser habitada por hombres o divinos. No se razona sobre ella; se siente.

Tamayo bebe de ambas fuentes, del arroyo tranquilo de la Hélade, suave como láudano, y del torrente andino. Juega, y ahí lo comprendo, lo descubro, lo aprecio, con esa rica simbiosis. Recurre a William Blake como al viejo Vizcacha, al tango y al huayño, a Baudelaire y a la escondida serpiente de los aymaras, aquella que el tiempo ha tatuado, y continúa, en bellísimos awayos de Charazani.
24/07/06

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Publicado en Fondo Negro (La Prensa/La Paz), julio del 2006 y 12/07/09

Imagen: Franz Tamayo

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