Thursday, September 30, 2010

El señor don Rómulo/Prólogo del libro


Elena Ferrufino-Coqueugniot

Un texto está hecho de escrituras múltiples, provenientes de varias culturas que confluyen en relaciones de diálogo mutuo, parodia, contestación. Pero hay un lugar donde esa multiplicidad se concentra; ese lugar es el lector y no, como se decía antes, el autor.
Roland Barthes

Probablemente, el desafío más importante con que nos confronta El Señor Don Rómulo es que, en tanto que lectores, nos transforma en espacios en los que se inscriben discursos, narradores, tiempos e historias; escenarios donde el texto adquiere la unidad que, originalmente, en la pluma del autor, se compone más bien de voces disímiles y heterogéneas. Más allá de su historia personal, su propia biografía o su psicología, el lector es el que mantiene unidas, en un del lector debe hacerse solo terreno, todas las huellas que constituyen el texto escrito. Como lo asegura Barthes, “el nacimiento efectivo a expensas de la muerte del Autor”.

En ese entendido, recorremos las páginas de la novela de Ferrufino-Coqueugniot, sentados al lado de Rómulo, en aquel “carruaje sobre el pedregal” que lo acerca a Tiraque, mientras la narrativa nos introduce consigo al texto-acuarela, a través de una saga familiar al estilo de García Márquez. Es un mundo en movimiento, donde conviven hombres, textos, historias y tiempos en una escritura autoconsciente donde las mujeres lo han poblado todo, pero han quedado rezagadas, opacadas por la abrumadora presencia masculina tipificada por el Señor Don Rómulo. Pues “a él, sobre todas las cosas, Dios incluido, le gusta el culo”. Y, como típico “macho” de principios de siglo, tendrá a tantas “hembras” como pueda y “más hijos que Aureliano Buendía y no serán de la guerra sino del placer, sin cruces marcadas que los señalen como futuros muertos”.

El escenario central es Cochabamba y los tiempos fundamentales giran entre 1882, año del nacimiento del protagonista y 1951, marcado por su muerte. De allí se diseminan fechas que llegan, por un lado al siglo XVI, donde el autor escarba los orígenes ancestrales entre Italia y Francia y, por el otro, pincelan el año 2000, desde alguna ventana de Colorado, en los Estados Unidos. Munido de certeras técnicas narrativas que lo acercan de lenguajes cinematográficos y pictóricos, Ferrufino-Coqueugniot nos obliga miradas transversales sobre la historia, mientras nos hace conscientes de la auto-representación formal del texto novelado y de los contextos históricos que lo tejen, desde espacios y voces dialécticas que terminan por echar luces sobre lo que, inicialmente, podría parecer una contradicción irresoluble.

Desde Tiraque, Tarata o Cliza, sea en 1920, 1879 o 1999, el texto emprende un juego anacrónico propicio para la ubicuidad de tiempos, espacios y narrativas por las que el lector trasciende en magnífica controversia entre lo objetivo y lo subjetivo, lo singular y lo plural, lo relativo y la universalidad del discurso, la verdad y la historia. El lenguaje con que Ferrufino entrecruza los planos está en constante proceso de transformación, reflejando y mutando realidad y ficción mientras cuestiona los sistemas lingüísticos establecidos mediante un discurso renovador y ameno que seduce la memoria y las posibilidades de lo estético:

En la costa, indios de Bolivia, mas indios del Perú e indios mezclados de Chile combatieron una odisea diseñada y distribuida en escritorios de Inglaterra. Al morir eternizaron sus dientes abiertos al viento, conservados en salitre como si se experimentara en ellos. Los patrones enviaron a sus pongos a morir, y ni siquiera el solaz de las inditas viudas, una tras otra en mi cama, señor Ferrufino, en la suya pronto, transforman esta terrible inercia en vida. Salud, un traguito, échele nomás, que papeleo no hay ninguno. Ahorita llamo a Crescencia, india ojetuda y fuerte, para que nos distraiga la tarde, yo después de usted, adelante, los caballeros primero, e india abre las piernas para el señor corregidor, ¿listo? Con su permiso y Cecilio deja la sala porque no le interesa ver el ritmo acompasado de las nalgas lampiñas del mestizo.

El texto nos confronta con las paradojas de la representación de lo ficticio frente a lo histórico, de lo particular y lo general, del presente y el pasado. Un mismo párrafo alberga una variedad de relaciones contradictorias, pues la narrativa misma se rehúsa a recuperar o disolver ninguno de los lados de la dicotomía, y nos invita, más bien, a explorarlos todos. Las alteraciones gramáticas y la superposición de espacios, tiempos y personajes parecen responder a una de las preocupaciones postmodernas sobre la multiplicidad y la dispersión de la/s verdad/es relativas a la especificidad de un lugar y un cultura. Una serie de eventos que enmarcan la historia nacional se encuentran esparcidos entre los hechos más triviales que construyen la trama novelística. Uno de ellos es la Guerra de 1899, la llamada Revolución Federal, rápida y sangrienta confrontación entre liberales y conservadores, que terminaría con el traslado de la sede de gobierno de Sucre a La Paz y con el pase a degüello y posterior festín de cuerpos chuquisaqueños y aristócratas, transformados en kanka por hábiles cocineras aymaras.

El tema del indio y sus frecuentes sublevaciones contra patrones esclavistas tiñe de látigo y silencio las páginas de la novela, que es también lienzo donde el pincel-pluma hace trazos de sangre recorriendo matanzas y guerras que van desde Ayopaya hasta Bagdad; desde el “glorioso ejército nacional” hasta el no menos “magnífico” establecimiento genocida norteamericano. En ese escenario, Rómulo, rubio y hermoso, es el prototipo del “caballero” cuyo color de piel y celeste mirada lo han signado como superior ante la indiada, marrón y sometida. El protagonista se transforma en síntesis de lo general y lo particular, de los determinantes humanos y sociales que han tejido la historia racista e injusta de Bolivia.

Si bien estamos lejos de una novela indigenista, El Señor Don Rómulo pone en escena una narrativa que recurre a préstamos de testimonios orales y escritos sobre la historia y los transforma en literatura. Los “indios” aparecen de principio a fin, guardando su apelativo común, nunca como sujetos, siempre como objetos del abuso, la humillación y la explotación de los “señores”. “No hay otra opción”, asegura el narrador, “si nacer indio, o tres cuartos indio y un cuarto mestizo es en Bolivia, la hija predilecta del gran Bolívar, poco menos que pecado”. La escritura no toma partido por unos ni por otros y los significados, como diría Gossman, son un efecto del diseño narrativo más que la deducción directa de los hechos. En ese espacio, una vez más, le corresponde al lector orientar su mirada hacia los elementos coloniales, postcoloniales y de género que pudieran perturbar su paso por el texto.

La crítica especializada preocupada por individuos y comunidades marginalizados y oprimidos podría encontrar una serie de recursos para establecer posturas y confrontar la historia, no así la narrativa. Una vez parido el texto, la muerte del autor nos permite emprender rumbos infinitos y discutir los hechos desde las heterogéneas perspectivas a que nos invita la cultura contemporánea. Y es que la novela, aún sin proponérselo como objetivo, constituye una denuncia contra una sociedad hipócrita, religiosa e inmoral donde los únicos seres que adquieren calidad de sujetos son los hombres, “blancos” o menos morenos que los otros, y donde las mujeres no son sino el “otro” despojado e inferior, que servirá de base para la estupenda lectura feminista de mediados y fines del siglo pasado. Rómulo y Claudio, hermanados por una voz narrativa más poderosa que el tiempo, corren ininterrumpidamente el velo por donde pasean “hembras” de toda laya y para todas las ocasiones. Uno de los múltiples párrafos donde se entretejen narradores en polifonía Bakhtiniana, hermana también a la mujer con la historia y pone de manifiesto una de las tantísimas facetas del tradicional “machismo” latinoamericano y, muy particularmente, del boliviano:


... Pero eso es historia y la historia no es más importante que la mujer, un poco más polvosa, de tetas más viejas y pezones mustios, y así no me gusta hembra. La carne debe ser firme, poner a correr la hembra y observar cómo se balancean las nalgas. Si soportan la carrera échate mi amor, te amo pero por qué esta falda es tan difícil, qué rico, tu nombre, tu nombre y de pronto el cielo, no sabía tan azul el cielo, y las golondrinas que pían por agua y el jugo de esta mujer, que le salió del amor del corazón se enfría en mis piernas y odio el agua fría. Ni recuerdo quien era ya, pero su nombre está en mi libro verde: un tiro a la intemperie, en la subida de Sipe-Sipe, cuando ya se va poniendo roja la tierra, donde es Viloma, dos lugares, tierra roja café y tierra roja roja. Un tiro, diecisiete minutos, doce abajo, tres de costado y dos arriba. Mestiza, de veintitrés años, una marca como de mordida en la pierna izquierda. 1923, dos de la tarde. Anotación: la dejé más tiempo arriba porque el sol quemaba, era junio, sol de frío.

La novela se estructura mediante discursos diferentes, distintas maneras de hablar, de decir y de escribir confrontando formas establecidas y sistemas culturales propios de los pueblos. En este sentido, el texto deja de ser una entidad individual para transformarse en una compilación de textualidades culturales que nos posicionan frente a la literatura como sitio privilegiado de producción semiótica. Esas (inter)textualidades se funden en la figura del protagonista-escritor-narrador, todo en masculino, que juega a establecer relaciones contestatarias y de tensión entre el texto, espacio de resistencia, y sus lectores. Las tensiones se relajan, sin embargo, mediante el juego dialógico entre el impecable manejo que Ferrufino ostenta del lenguaje y la posición de un lector que cede ante lo implacable de la palabra que, en definitiva, responde a otras palabras y elude una significación única y estable. Una lectura feminista, no obstante, pondría de relieve el proyecto ambivalente de una modernidad periférica que parece no haber trascendido las perspectivas desde donde se la suele criticar. Pues, como afirman Carmen Ollé y Mariella Sala, “un siglo después, las condiciones para las mujeres no han variado sustancialmente y los retos continúan”.

Y si tanto novela como historia, “olvidan deliberadamente a las mujeres” y las limitan a las labores asignadas: “cama, comida y cama; limpieza y cama; anfitriona y cama,” cuánto más patético es ese “hembraje usado y por usar” cuando la mirada enfoca la deplorable situación de las “indias”, de las empleadas domésticas, de las “criadas” que son sometidas a los designios masculinos y condenadas a la vez por el odio lacerante y la crueldad de sus patronas, mujeres como ellas. Pero la novela es también mujer y pare páginas “como los vientres embarazados de las hembras de Rómulo”. Páginas donde conviven duendes y aparecidos, costumbres, bailes y tradiciones que le ponen color y ritmo a la inmensa saga familiar que estructura el relato. En este universo se cruzan voces y miradas, pasos y discursos poblando un horizonte textual casi infinito. En el mundo de Rómulo aparecen Cafrune y Polanski; Severo Sarduy y René Barrientos; Serrat y Durruti; Kafka y Goyeneche, Rómulo y Claudio... en interminable erudición que hermana la novela con tantas otras, con cuadros y películas, con canciones y poemas que nos hacen pensar, como diría Barthes, que no estamos leyendo el texto por primera vez, que lo conocemos a través de alguno o todos los otros textos a los que alude la narrativa.

La condición de la formación discursiva de la novela de Ferrufino-Coqueugniot es siempre, como diría Foucault, dinámica y discontinua, no estable, estática o uniforme. Y es ese manejo del lenguaje y del arte de narrar lo que constituye una de las más destacadas virtudes del autor cochabambino. El Señor Don Rómulo es una novela que elude categorías y nomenclaturas. Es un bloque narrativo que fluye a través de una escritura novedosa, variada y exquisita. Es un gran intertexto, como la memoria y como la historia misma, donde se encuentran discursos, se yuxtaponen voces, se combinan realidades y ficciones en soberbio viaje a través del tiempo y el lenguaje.
Cochabamba, abril 2003

Imagen 1: Desfile del Batallón Loa, plaza principal de Cochabamba, 1912
Imagen 2: Vista de la plaza de Tarata

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