Monday, October 4, 2010

Historias de piratas


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Emily insiste en ver Piratas del Caribe, con la débil actuación de Orlando Bloom como William Turner y la aun menor de Johnny Deep representando a un afeminado bucanero.


El hecho del texto no es en sí la película que como entretenimiento juvenil puede soportarse. Nada más. Su sincretismo exagerado alcanza para llenar las expectativas de la ignorancia pero no las del buen gusto. Algo usual en el último Hollywood de la tecnología virtual (léase King Kong y demás). Piratas... intenta abarcar un espectro extensivo de asuntos interesantes y tenebrosos. No sólo piratas y tesoros, también la magia del Bayou alternado con imágenes afro-caribeñas, una pitón burmesa en la jungla americana, el monstruo Kraken de la mitología nórdica, la sublime narración de "El Holandés Errante". 


Colmamos por un instante las ansias barrocas que cada uno carga. Lo que sí, y positivo espero de esta excursión cinematográfica, es la necesidad de releer antiguas historias de mar. El tiempo camina, a veces avanza, y las vanguardias y novedades consumen el estrecho espacio de vida y, peor que eso, sumen en desvanes oscuros aquellas letras de pasión que eran los libros de aventuras.


Hago a un lado los volúmenes analíticos sobre el conflicto del Chaco, una biografía de Gardel, un ensayo instantáneo de la cuestión del Congo en 1967, el Martín Fierro, y rebusco la literatura de mar. Los dedos nostalgiosos por Daniel Defoe, Stevenson, Schwob y Mac Orlan. No dispongo de mi biblioteca, vive (ella) en exilio permanente. Sus páginas se hacen mayormente de recuerdos. Pero, entre los retazos, aún conservo algunos que retumban igual a ola reventada en las rocas y se arrastran como cangrejos entre los resabios de sal escurridos por el líquido.


Emilio Salgari fue fundamental. Porque Sandokan y sus tigres de Mompracem son historias de piratas. Bregan, ellos, en el agua inmensa, con bandoleros cantoneses para quienes el lucro y la esclavitud de los ajenos es meta principal. Diferencias, aceptemos, entre comerciantes y poetas.


Para un ser mediterráneo, el único mar posible, en la Cochabamba de 1960-80, era El Chancellor, de Julio Verne, o la epopeya subacuática del capitán Nemo. Hablando de literatura, claro, porque para fantasía y realidad, corto intervalo donde ambas se unen y parecen una, sobran las crónicas de la conquista, con énfasis personal en la desgraciada de Pánfilo de Narváez. Estos marinos, así como los chinos del siglo quince que reclaman el "descubrimiento" americano con bastante anticipación (con barcos de cuatrocientos pies de eslora, en doble mayores que la Santa María colombina), dejaron un espíritu alelado, ansioso de mar, no del que podría inmiscuirse prosaicamente en sempiternas discusiones geopolíticas, sino de aquel que partiendo de un punto expande la imaginación. Así los cartagineses, los escandinavos, los polinesios en sus barcas de aparente fragilidad, Robinson Crusoe cuya vida se desenvuelve en tierra pero cuyo interés se centra en el océano que lo rodea: su dinámica es acuática más que terrestre.


Y el clásico e inolvidable Stevenson de La Isla del Tesoro, un referente marino tornado universal. Robert Louis Stevenson fue, para muchos que como yo nacimos en las profundidades del continente, lejanos a los amplios espacios de horizonte, el fundador de la piratería y el cojo John Silver su emblemática figura. A partir de Stevenson en este libro, y también en las aventuras de David Balfour, comprendí y me interesé en el aspecto histórico-literario del mundo corsario. Pirata, bucanero, fueron palabras asumidas como propias a partir del autor inglés. Marcel Schwob, que amaba la literatura inglesa y sobre quien excedí horas hojeando en los archivos de la Bibliothèque Nationale en París, dedica cuatro de sus últimas cinco vidas imaginarias a hacer relación de ciertos caballeros de fortuna, entre ellos el mítico capitán Kidd, fino y elegante, de quien quizá obtienen los cineastas del nuevo cine sobre filibusteros esa afectación casi femenina. Pero Kidd hacía colgar sin mucho preámbulo a sus víctimas, o como a aquellos desdichados holandeses que cometieron el error de izar el pabellón francés y que el capitán mandó a caminar por la tabla.


Schwob soñaría en la penumbra de su habitación con los rudos marineros ingleses, como soñó e investigó acerca de la sórdida vida de los "coquillards". En El Mayor Stede Bonnet, pirata de alma, aparece la descomunal figura de Edward Teach, el famoso Barbanegra que asoló las costas de la América del Norte y cuya cabeza arribó a la colonia colgada de la mesana de un bauprés. Bonnet, pirata inconcluso, aprendiz del oficio, cae, según comentan sus jueces -e igual a Don Quijote con los libros de caballería- bajo el "mal" influjo de la literatura que lo empuja a aventurarse. Y su muerte, por ahorcamiento, es el único instante de su efímera carrrera de filibustero donde es tal. Otro espectro de Schwob, el iletrado pirata Kennedy, accede al patíbulo con gusto, al reconocer en el traje rojo de uno de los esqueletos colgados por veinte años al exquisito Kidd, corsario que conocía las letras. Jorge Luis Borges, tras los pasos de Marcel Schwob, recrea a La viuda Ching, pirata, en 1933. Cuando excursioné por las dos Carolinas, incluyendo Virginia al norte y Georgia al sur, nuevo en mi empresa norteamericana, no podía dejar de pensar en estos retratos de Schwob. En una Savannah húmeda y lluviosa fantaseé sobre las horcas mecidas a medianoche.

Y ya que de literatura se habla, siendo los bucaneros el pretexto-objeto, no debo olvidar la apasionada novela de Alejandro Dumas: Las aventuras de John Davys. Tampoco a aquel de extraño nombre y feliz escritura, Alexander Olivier Oexmelin, de quien conservo grabada la historia del fogoso Morgan. Ni Pierre Mac Orlan con sus barcos fantasmales. Y, como Schwob, encerrado en la comodidad de mi habitación, acerco un Matusalén portorriqueño, con un chorro de limón -que de pólvora carezco- y me imagino que de algún modo, así sentado, bebiente y escribiente, también me he convertido en un "caballero de fortuna".

20/07/06

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Publicado en Brújula (El Deber/Santa Cruz de la Sierra), julio 2006
Publicado en Puño y Letra (Correo del Sur/Sucre), agosto 2006

Imagen 1: Robinson Crusoe, de la 5a. edición inglesa, 1720

Imagen 2: Ilustración de Howard Pyle del Capitán Keitt

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