Tuesday, November 16, 2010

Aroma de eucalipto (a Ligia bienvenida)/MIRANDO DE ARRIBA


Cruzaba la avenida América, en el desasosiego de la muerte del crepúsculo, y contemplaba a los cochabambinos que no conocen el sosiego, y mucho menos su opuesto.
Febril el antojo de las comidas en la multitud, los olores, los humos, "tripitas" al sartén, trancapechos, pollos broaster, a la leña, cozinhas brasileiras, tacos, brats, y toda la culinaria de Babilonia en una cuadra de Cala-Cala.
Viniendo de las solitudes de la pradera norteamericana, donde el hombre se encuentra solo ante la grandeza natural, donde prima el silencio que a veces destroza el grito de un zorro, o el gemido mortificante de los buhos, me sentí el primer español en Tenochtitlán, en el festejo de la pléyade, de la inmensidad del color y del sabor que significó América.
Crucé por el sonido de las cocinas, las manos sudadas de las señoras que añaden al tomate y al locoto el estertor de sus poros; atravesé ansioso por ese mundo extravagante y equipolar del Sudán, donde el hambre es el festejo del tiempo. Y no comí, créase o no, porque la oferta excedía el límite de mis pasiones maxilares; entonces crucé el puente que separa lo ostentoso de lo modesto. Sin embargo, los olores persistían, habíanse apoderado del cielo, y aunque ya no sufrían los trozos de intestino en el infierno del aceite, primaba su destello enfermizo en las volutas del aire.
De pronto, como magia, percibí el olor de los eucaliptos. Torné al norte y, aunque no todos, encontré a los gigantes por cuyo ruedo paseaba en la infancia, cuando entonces ni cemento ni desagrado tocaban una Cochabamba inerte como amante asesinada.
Por encima de los aromas del gusto trivial de los hombres, el viento traía el penetrante olor de los eucaliptos que sudaban en la noche, que hablaban con el recuerdo, o suspiraban de nostalgia igual que yo. Tal vez incomprensible para quienes vinieron de afuera, del Potosí o del Potonó, de Chile o de Alagoas, los efluvios del eucalipto despiertan en los cochabambinos calacaleños un estado más que un recuerdo, el tiempo en que corrían acequias turbias y el verde sugestionaba en derredor, cuando las calles de hoy eran pasadizos de lama, y fanfarria de árboles el proyecto del Parque Lincoln. Había ceibos, ceibas quizá, y el color casi gris del eucalipto joven, o el verde oscuro de los machos que se elevaban cincuenta metros del suelo.
Gané algo; gané mucho con la arremetida dulce del pasado. Hubo entonces torrenteras y cantos rodados. Y las casas eran un apéndice de los árboles y no lo contrario.
15/6/09

Publicado en Opinión (Cochabamba), junio 2009

Imagen: Eucaliptos

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