Wednesday, December 29, 2010

Diálogo en Bosnia/ECLECTICA


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Había un puente en Mostar, en la Herzegovina, que contra toda lógica se alzaba encima de las aguas del Neretva en un arco con un medio punto que hacía de vértice sobre el vacío. El Stari Most o puente viejo había sido declarado patrimonio de la humanidad por la UNESCO y representaba lo mejor del arte clásico otomano en los Balcanes. Permaneció allí flotando por más de cuatrocientos años hasta que en 1993, en medio del horroroso conflicto yugoslavo, los nacionalistas croatas de Bosnia lo hicieron volar. El puente servía de unión entre los barrios musulmán y croata de la ciudad. Su destrucción dejó un espacio donde no pueden ya encontrarse los hombres. Las piedras talladas yacen en el fondo del río, como sarcástico ejemplo que aquello que se construye por siglos la Bestia lo diluye en instantes.

En un país multiétnico como Yugoslavia, los puentes eran simbólica alianza, al menos interrelación, entre quienes convivían. De allí que la más grande crónica literaria yugoslava, escrita por Ivo Andric, trate de la historia de un puente sobre el Drina, en la casi mitológica frontera entre Serbia y Bosnia, en una villa de nombre Visegrad. Puente-personaje, nexo y razón de socializar; posibilidad de existir. Sin puente queda un río, literal separación de partes con las secuelas que trae esa desunión: incomprensión, hambre, guerra. Sabiéndolo -quizá- los nacionalistas se cebaron sobre ellos cortando absurdamente sus propias probabilidades de sobrevivir.

Jamal Brakmic, amigo bosnio, me presta un filme: "Gori Vatra (La mecha)" (Pjer Zalica/Bosnia-Herzegovina, 2003), ganador de premios en los festivales de Zagreb y Marrakesh. Comienza con un inusual diálogo, en un patio anochecido, entre un padre bosnio y el fantasma de su hijo desaparecido en la guerra. Los otros hijos lo observan desde la ventana sospechando sinrazón. Locura es, a no dudar, en estos tiempos, intentar preservar el pasado como parte del presente. El padre pregunta al hijo si está bien, si vive acompañado ¿arriba o abajo? Abajo, le contesta, arriba no hay nada. ¿En Serbia? Así creo. Después del fin del mundo, de lo que fue y no será, la vida comienza a ser un interlocutorio de espectros. El padre en cuestión deambula por la posguerra con el sólo objetivo de hallar a su hijo, de liberarlo de la prisión de la muerte. Sentido de angustiosa orfandad. Nada más permanece que lo poco que podamos rescatar con la memoria. Todo alrededor se ha derrumbado. Si todavía hay movimiento, escenas de vida cotidiana, significa que se adueñó de nosotros la ficción. Lo real es lo perdido. Aprehenderlo implica renacer.

Finalmente aparece el cuerpo enterrado del muchacho y se lo comunican al padre. Sin ya motivo de continuar, abre las llaves del gas y enciende plácidamente un cigarrillo. La explosión que para él retorna la vida, interrumpe la casi jocosa -por los detalles- visita de Bill Clinton a este poblado en Bosnia. Los norteamericanos huyen, tienen pánico de lo no previsto; con ellos se van ayuda y dinero. El padre reaparece, con el hijo muerto, ante el hijo vivo. Viste un alegre terno de fiesta, ha retomado su habla normal; sonríe. El hijo se alegra de verlos pero les pide que de ahora en adelante lo dejen en paz. Los espectros se miran, asienten y se esfuman en la felicidad imperecedera de ayer.
24/02/04

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Publicado en Los Tiempos (Cochabamba), febrero 2004

Imagen: Escena del filme

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