Sunday, February 27, 2011

La France/ECLÉCTICA


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

En 1964 De Gaulle visitó Cochabamba. Mi padre me llevaba en hombros. Cuando el automóvil donde iba De Gaulle dobló la Recoleta mi padre soltó un "Vive la France!" estentóreo, con esa voz característica de los hombres de su familia. El francés bajó un poco el kepis, a manera de saludo, mientras Víctor Paz Estenssoro sonreía estúpidamente con su cara de mico. Ese, a los cuatro años, resultó mi primer contacto con Francia. Hoy es su día nacional.

Mucho o poco me importan los nacionalismos, pero la simbólica toma de la Bastilla, como la toma del Palacio de Invierno en Petrogrado mucho después, son partes inolvidables de la historia. Cuando, caminando en el interior del metro parisino, justamente en Bastille, vislumbré parte de lo que habían sido los cimientos del presidio sólo pude emocionarme; el fetichismo por el pasado tiene en París un gusto especial. Están el Balzac de Rodin, en otra estación, y la estatua de Dantón apenas saliendo de Odéon. Detalles que se multiplican en la gran villa donde me decidí a seguir el rastro de los miserables de Víctor Hugo, en las callecitas que albergaron las barricadas de 1830, en los Inocentes, la Salpetrière, les Halles donde en lugar de rememorar las jornadas huguianas tuve que salir corriendo perseguido por una turba de senegaleses que clamaban el lugar como suyo, y odiaban mi supuesta humanidad marroquí, en una lucha de fatuos feudos cuyos límites tocaban las vías del tren.

Mis dos sitios favoritos eran el Jardin des Plantes, el jardín botánico, menor y menos sombrío que el de Budapest en las bellísimas letras de Ferenc Molnar, pero soberbio en su capacidad de esconder a uno del gran público y permitir horas de paz en un París que para mí se caracterizó en hambre promiscua y permanente. El otro lugar comenzaba al dejar la Porte de Vanves en la mañana y partir en busca del Luxemburgo en un recorrido memorioso. Ya atravesando las negras rejas que lo encierran tenía mi banco preferido para ponerme a leer, entre las piedras, o metales quizá, que inmortalizaban en el parque a Sainte-Beuve y a Baudelaire.

Cruzando la calle, cuando el tiempo lo permitía, entraba a librerías de viejo en ritual ameno e imposible tras los libros del Licántropo, Petrus Borel. Así, con la sombra de Madame Putifar bajo el brazo, a insumirse en la suciedad de un bar argelino, con los pocos francos para un par de Kronenbourgs, a rememorar el largo e improductivo -económicamente- día, y soñar que todavía tenía una casa, al otro lado del mar, agitada bajo el viento de los molles y los sauces llorones.

Pero Francia no es París. Cuando trabajaba repartiendo propagandas recorrí toda la Isla de Francia. Cada lugar además de hermoso tenía especial connotación. El puente de Argenteuil eran Pissarro y Sisley. Lo mismo Marly le Roi, Port Marly, la sin par reunión del Sena y el Oise en Pontoise. Mochila al hombro caminando por las florestas oscuras que separaban las famosas villas, bajo nombres subyugantes como la Floresta del lobo, cuando los canes salvajes del medioevo entraban hambrientos a devorar a los indigentes de París.

Un tren, porque nada como el tren para mirar Francia, hacia húmedas y alejadas Arras y Amiens, con destino a Lille, cruzando el bosque de Compiègne donde se firmó el armisticio y los verdes campos florecidos sobre los huesos de los muertos de la Gran Guerra, donde cinco de mis parientes Coqueugniot perdieron la vida, entre el Somme y Verdún, para ya en el siglo veintiuno escribir una carta a un sitio web francés que reclama descendientes para los soldados desconocidos y decir que en Estados Unidos, y proveniente de Bolivia, alguien, yo en este caso, reclamo para mí a un tal Pierre Coqueugniot, muerto en línea y hasta hoy hueso olvidado en un casi inexistente villorrio cerca del borde con Bélgica.

Francia en un catorce de julio. Frente a mí, y mientras escribo, uno de los más hermosos libros de la gran literatura francesa: Cinq Mars, de Alfred de Vigny, contemporáneo de Hugo, Balzac y Sue, y su relato de la tragedia del señor del Cinco de Marzo en el imperio oprobioso del cardenal (Richelieu, quién otro); libro que poblaba mi mente en los días de Versalles, alrededor del palacio, con mi carga de papeles sobre seguros y artículos eléctricos, y los espectros literarios que en ese preciso lugar recordaban no sólo a Vigny, pero también a Dumas padre, Zévaco y Paul Feval.
14/07/05

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Publicado en Lecturas (Los Tiempos/Cochabamba), 17 de julio, 2005

Imagen: Camille Pissarro/La rue de l'Hermitage, Pontoise. 1874

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