Monday, March 21, 2011

Dickens


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Mi esposa cuelga frente al computador un gran retrato de Dickens. Viste un elegante smoking y su piramidal barba ensombrece la blanca pechera. Sobre el paletó se perfila un adorno que representa una rosa. ¿Por qué Dickens? Estaba a mano. En otro dormitorio cuelgan Guimaraes Rosa y Octavio Paz; Borges y Alí Chumacero en el closet.

Ojeroso y de párpados algo caídos, Charles Dickens contempla indefinidamente un punto muerto de la pared del dormitorio, como si no mirara nada. Nos acompañamos; también observo el vértice fijo de un tejado afuera.

Algún maestro visionario nos introdujo en la primaria a la lectura del autor inglés. Usábamos un libro de cubiertas rojas de la Biblioteca Billiken en edición completa, no reducida para hacerla "accesible", pensando, según es norma, en la estupidez de los niños. El libro se llamaba "David Copperfield" y pocas veces he tenido en mis años de lector sensaciones tan intensas como con aquél. Jamás lo volví a tocar y me arrepiento, porque los hechos se han vaporizado para únicamente quedar sensibilidades de un texto que si bien nos cuentan de su belleza pierden el rastro de lo estilístico y la argumentación. Se puede argüir, como Chesterton, que más que novelista Dickens era un gran mitologista, el mejor. La construcción del mito puede ser la de la novela. Es un proceso creativo que se estructura como lo haría un extendido libro en prosa. Chesterton no criticaba, era su manera de ensalzar.

Concibo su relectura como mandatoria. Deseo aprehender de nuevo la tristeza de David impronta en la memoria, ampliada después con la aparición de otro de sus inolvidables personajes: Oliverio Twist. Los muchachos de Dickens son taciturnos, entremezclados en el humo y el hollín de una naciente sociedad industrial. Siempre los he comparado con los joviales caracteres de Mark Twain: Tom Sawyer y Huckleberry Finn, tan disímiles de sus pares británicos como distintos mundos eran el feraz Mississippi y el lodoso Támesis, a pesar de que entre los pilluelos londinenses que rodean a Oliverio, la infancia y el contento, además de la sátira, no están lejos de la vida cotidiana. Algunos recuerdan a Gavroche, el hijo de la calle y su sabiduría unida a una anciana capacidad de permanencia. Estos jóvenes, cuatro emblemas literarios, han marcado el desarrollo idiosincrátrico de sus respectivas naciones, hecho que nos lleva a reconocer la valía de los literatos como genuinos observadores y retratistas de la sociedad.

Hay en Dickens brega constante entre el bien y el mal. Su realismo tajante no permite elucubrar sin tomar posición. "David Copperfield" carga sinnúmero de reflexiones y el lector participa activamente de la trama con emoción. Me impactó un naufragio cuya significancia era el fin de los sueños, la muerte del amor. También preservo la detestable figura de Uriah Heep, el arribista abyecto por excelencia. Cuando un grupo británico de rock tomó su nombre, clara era la intención ofensiva. Hablamos del tiempo rebelde y la revirtuación de un personaje ruin como Heep era a la vez que un ataque la desmitificación de la virtud. Apenas sospechábamos que música tan cara en nuestra adolescencia, melancólica hoy, tuviese relación con un icono maligno de Dickens.

He sido exhaustivo en mi lectura dickeniana. Si tuviese que elegir habría la dificultad de cómo moverse en medio de un laberinto de múltiples y hasta infinitas opciones. Pero consideraré mi favorita "David Copperfield" con su carga autobiográfica. El tema social late en la obra del escritor. Sin embargo la denuncia no desplaza la alegría. Su novelística de vívidos diálogos la hicieron popular al describir con acierto la existencia de una plebe que sufre pero se divierte.

Tienen sus personajes la gracia del teatro popular y es que Dickens siempre se consideró a sí mismo como un actor. La aceptación de Oliverio, David, Nicolás Nickleby, Little Nell por un vasto público tal vez radique en ello, en la ausencia de una profundidad que los haría ajenos. El pueblo sobrevive y si puede triunfa; baila mientras llora. Se asemeja al mismo Dickens con una infancia llena de privaciones y el éxito posterior de su tesón.

Nostálgico en su preciosa "Canción de Navidad", expandió su arte hasta la novela de tipo histórico. Comentan los críticos que para los lectores su "Historia de dos ciudades" (París, Londres) era la Revolución Francesa y sus personajes "más reales que Robespierre o Dantón". Siempre, rememorando las páginas de "Almacén de antigüedades", me consideré otro más de sus seres, rodeado como vivo de clavos de ferrocarril marcados de herrumbre, de funerales máscaras del continente negro y cerámicas coloreadas.

El cine se ha encargado de diversas interpretaciones de la obra de Dickens, adaptadas con una mise-en-scène a veces cronológicamente distinta a las originales. Fue, en la Cochabamba de cuatro décadas atrás, un éxito la presentación musical "Oliver!" (Carol Reed/1968). Así la sentimental "Un cuento de Navidad" y su fílmica cargada de presagios. No hace mucho Roman Polanski recreó la figura de Oliver Twist. El, como el personaje literario, ha sido un niño solo y la solitud es ostracismo amargo.
05/04//06

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Publicado en Brújula (El Deber/Santa Cruz de la Sierra), abril, 2006

Imagen: Charles Dickens

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