Thursday, May 26, 2011

Jóvenes escritores


Me visita Samantha Zambrana, escritora y lectora de 9 años. Pidió a través de mi hermana una cita conmigo, de quien se había informado en el Internet y a quien quería preguntarle asuntos del oficio de escribir.

Le ofrecí una Coca Cola, en desaire al Emperador de Bolivia, y le pregunté si quería la foto en el momento, ya que había traído su cámara, y me dijo que lo haría al final. Primero inquirió acerca de si era yo famoso o no. Respondí que la fama es una pequeña vanidad. Luego entramos a detalles sobre lo que le gustaba hacer, escribir, leer. Comentó que acababa de terminar una novela de Gaby Vallejo Canedo, para niños. Le conté acerca de mi relación con esa autora, de su impulso para lograr mis primeras publicaciones en Presencia, en tiempos de Juan Quirós, de la importancia del apoyo de alguien ya consagrado para iniciarse en el ambiente de las letras.

Perfectamente bilingüe, español-inglés, quiso saber acerca de los Estados Unidos, de la literatura de aquel país, y allí surgieron nombres como Mark Twain que le aconsejé leer, comentando que Tom Sawyer y Huckleberry Finn marcaron mi niñez. Y James Fenimore Cooper, siendo El último mohicano un libro de tal hermosura que cinco veces al menos recorrí con sus personajes la epopeya de las tribus indias del este de Norteamérica, y los asentamientos blancos en el drama del conflicto entre culturas.

Puedo sugerir libros que me impactaron: Salgari, Dumas, Verne, Blyton, Wells, Feval, Zévaco, Sabatini, Horacio Quiroga, el gran Stevenson, C.S. Lewis y Tolkien a quienes leí en mis veintes, y otros con nombres ya difusos. Pero creo, le dije, que la saga de Harry Potter es un impacto maravilloso de la literatura actual, y válido en papel como en pantalla, obras que merecen leerse y que trasladan al lector a fantásticos rincones. Y si la infancia no es para soñar, entonces cuándo. Hablamos de Alicia en el País de las Maravillas y de su miedo a la Reina de Corazones.

Todo depende de la idea que el joven lector persigue. Las temáticas de misterio, aventura, terror, fantasía, mitológicas, suelen acompañar por lugares y espacios tan ajenos a nosotros. La destreza está en hacerse ubicuo, multifacético, eliminar los límites de lo cotidiano, de los cánones, tabúes, prohibiciones que cualquier sociedad carga en sí. A través de las páginas escritas vivir entre los cazadores de pieles de la Bahía de Hudson, de Verne, o entre los apaches de Karl May se convierte no sólo en posible sino en concreto. Allí no entran gobiernos, leyes, censura o inventos de poderosos para embrutecer poblaciones. Leer es liberarse, desoír la estupidez de cancilleres que detestan los libros y que sonríen igual a las zarigüeyas recién descubiertas que los anteceden. En un país como el que vivimos, la Bolivia del desamparo y la prehistoria, lectores-escritores como Samantha no tendrán posibilidades. Hoy, aquí, se coarta el internacionalismo, la multiculturalidad, con una retórica falsa de pluralismo que esconde políticas de engaño y oprobio. De poder, se quemarán otra vez los libros, excepto aquellos mediocres que acepten o escriban -si escriben- los coloridos representantes nacionales, que se mueven hacia un socialismo que no es ni del XV, como sugiere Montaner, ni del XXI, porque ni socialismo es, sólo los cuarenta de Alí Babá multiplicados por mil.

Digresiones aparte, si algo nos aleja del opio, es leer y escribir. Y ya que mencionamos las vieja Persia, Damasco, Bagdad y sus príncipes y ladrones, nada como las Mil y Una Noches para la imaginación de alguien que goza de la literatura, con los viajes de Simbad que en sí contienen toda la magistral parafernalia de la aventura actual. E incluso el Antiguo Testamento, que despojado de resabios de judaísmo antiguo suele ser lectura sobrecogedora, con ribetes fantasiosos, real maravillosos y más, con un emperador asirio o babilonio convertido en licántropo o el viejo borracho, Noé, que navega las aguas del fin del mundo que resultaron ser su principio.

Y los griegos, por supuesto, a quienes lastimosamente se ha deteriorado en ciertas manifestaciones fílmicas, y cuya belleza resulta fundamental. Las labores de Hércules solían distraer los años de una precaria Bolivia. Pegaso y el eximio Belerofonte, y el magistral catálogo de los libros de Homero, donde cada nombre es una invitación insospechada, sea en Filoctetes y su cuerpo corrupto, o en Casandra, hija de Priamo, que en la segura Ilión soñaba con monstruos que la historia se encargaría de materializar.

Había en mi niñez colecciones de obras de la literatura universal, reducidas para lectores noveles, que llegaban con revistas argentinas a los puestos de la Plaza Principal. Eran una bella invitación a un mundo que prometía. Estaban La hija del capitán de Pushkin, y aquel inolvidable El marqués de Carabás, que no era otro que El barón de Munchhausen, y en cuya cubierta iba el dicho marqués montado en una bala de cañón. Viajar a las tierras del sultán y a las del emperador, en las tardes de esta Cochabamba deleznable, a Edirne y Viena, fueron el principio que ya en la madurez se convertiría en los jenízaros en la Albania de Ismail Kadaré, o los diletantes que poblaban la Austria de Stefan Zweig y Hugo von Hoffmansthal. Hoy habrá mucho más, con la ventaja de la imagen, el sonido, la animación, en una literatura que no se ha modificado, mas enriquecido.

Samantha tiene la dicha de ser niña en un mundo de alta tecnología. En oposición a algunos, creo que este instrumento posibilita acceder a las obras literarias a distintos niveles y desde multitudinarios ángulos y perspectivas. Y la mentada y vilipendiada -a veces con razón- globalización ha ampliado las fronteras hasta el punto de desaparecerlas. Hay que aprovechar. Lo paradójico es que gracias a ella incluso vamos conociendo lo nuestro, con lo que convivimos sin destacarlo. Mientras una niña como ella se interese en el cojo Silver de La isla del tesoro, poco importan quienes sabemos.
16/5/2011

Publicado en Ideas (Página Siete/La Paz), 22/5/2011

imagen: Dibujo alusivo al oficio de escribir

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