Monday, August 8, 2011

Prólogo a un libro de Rosario Quiroga de Urquieta


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Estructurar un relato es tarea difícil. Más aún una reunión de cuentos. Y, sobre todo, hacerlo con cosas como la temporalidad, brevedad del instante, un pedazo de noche en que uno está despierto y el otro duerme, ese antecedente del meterse en cama para dormir, es trabajo de orfebre.

Sin embargo, Rosario Quiroga de Urquieta lo ha conseguido. Ha logrado conjuncionar un libro de prosas con lo que consideraríamos detalles nimios, que no lo son. Esa es una ventaja del espíritu femenino, más rico, sensible, y también más deslumbrado con la vida, quizá por ser el femenino real y único, no metafísico, creador de ella.

Ahora bien, Rosario no se ha angustiado el cerebro con la búsqueda de temas sobre los cuales escribir. Siendo mujer es aprehensora del secreto vital; hallar un sinfín de historias no le cuesta más que desempolvar un poco la memoria inconsciente. El hombre, por el contrario, sienso abstracto su acercamiento con la vida, se fatiga en su intento descubridor de guiones.

Rosario titula Instancias este su nuevo libro. Instancias son instantes, segundos, minutos, días. Lo que los une es una temporalidad, el ser efímero. Posiblemente son estos instantes los que prefiguran nuestra existencia. Y la alegría o la pena que encontremos en ellos dejarán su indeleble marca en nuestro accionar. De qué sirve el éxito si en la noche uno está solo, o si, eventualmente, aparece alguien, que por oscuridad y cortinas corridas es un sin rostro, una mano salida de la oscura blanca noche de la cama, unos dedos que aferran senos olvidados por veinticinco días (así, en letras, para dar exacta magnitud a la espera).

Instancias es casi siempre un juego de dos. Y dos son un hombre y una mujer, una madre y un hijo, o padre e hijo también. Entre los personajes se interponen cosas terrestres, como miseria, desgano, olvido. Y todas ellas son únicamente recurrencia al principio de la Creación, a la pareja original. Es casi la eternización del castigo de Dios, en todas las formas imaginables, y no solo referidas a hombre y mujer sino a todo lo relacionado o venido de ellos dos. Entonces vivir es pagar. Y la humanidad se desliza irremediablemente dentro de una absurda venganza divina, que tiene principio pero no tiene terminación.

Impresiona la imagen de un dormitorio, de noche. La mujer es soledad, siente a niveles más profundos que el macho. Ella para quien compartir un lecho significa mucho más que una simple posesión. Penetrar es morir. Recibir es trascender. Pero aquello de trascendental no es sino una ampliación de la tristeza. Porque la mujer al estar viva necesita el influjo del amor, y éste, para el hombre, es casi nada. El hombre piensa que ama pero la longitud de su amor es el largo de su deseo, o, para ser más precisos, lo extenso de sus posibilidades físicas en un lecho. A partir de ahí, el amor no existe más. Hay, claro, una agradable modorra y una ternura hacia él mismo. la mujer, amante, esposa, o más ha desaparecido. Volverá cuando la sangre se hinche de nuevo y el hombre crea que está enamorado. Al respecto, hay un hermoso fotomontaje de Michel Moers (1991) que se titula El gusto de trepar (o de escalar, o de subir), que muestra un puntiagudo seno feminil y un hombre, vestido de alpinista, que escala por el costado. La cima es el pezón, el éxtasis. Alcanzada ella lo demás es bajada, hasta volver a subir, con todas las ganas de vencer, de sentarse en la punta y contemplar la extensión del mundo como propiedad personal.

Decir que hay una suerte de pesimismo en los relatos de Rosario no sería justo. La escritora no hace más que, poéticamente a ratos, precisar una verdad. Si bien es un libro femenino, su alcance se alarga a cualquier persona con algo de sensibilidad. Cabe esperar que no siempre habrá cortinas cerradas y que los cánones de diferenciación desaparezcan.

Si Rosario inventase un nombre para la palabra, ese nombre, en Instancias, sería SOLEDAD.
¿1996?

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Imagen: José Fors/Vacía, 2001

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