Wednesday, September 21, 2011

Encomio de la buena chicha/RECUERDOS AMABLES


Por Ramón Rocha Monroy

Allá por 1985, Alfredo Medrano y este servidor nos propusimos la tarea de rescatar la máxima tradición del valle cochabambino: la chicha. Nos declaramos consumidores de ella desde chicos, pues en los días de nuestra niñez, las mamás preferían darnos un vasito de chicha a un vaso de agua, siempre indigesta y portadora de gérmenes indescriptibles.

Las viejas chicherías no tenían letrero y en sus licencias figuraban con nombres convencionales, muy distintos de los que les daban los parroquianos, verdaderos padrinos de bautizo de cada templo de éstos, donde se rendía culto al néctar de los Incas. La Leona, por ejemplo, era (o es) mujer de carácter desapacible, y montaba en cólera a la menor provocación, como la de echar un chorrito de chicha al piso “para la Pachamama”, que ella condenaba con gruesos denuestos. En su chichería había (o hay) carteles pintados por sus “akja devotos”, y al mayor de ellos lo llaman El Akja Decano.

Chicherías célebres eran Las Ñawilas, El Cuartel General, El Cuartelito y Las Penas; chicheras famosas, Irica Rocha, La Fiera Valica, La Chota Flora, La Chola Flora, La Rosa Vela y la Kjuchi Hocico. Esta última ofrece hoy deliciosos escabeches de patitas y enrollado. Pues bien, en todas esas capillas de la buena vida practicábamos una suerte de visita a los templos de Jueves Santo, para comparar la calidad del néctar del valle.

Para nuestra sorpresa, el Ing. José Quitón nos envió una carta conceptuosa en la cual ponderaba nuestra intención cultural, pero nos advertía que una gran mayoría de difuntos por cirrosis provenía de consumidores consuetudinarios de chicha, y esto porque los productores inescrupulosos no daban tiempo al almidón del maíz a que se desdoble en sus dos componentes esenciales, el alcohol y el azúcar, esenciales al menos para la elaboración de buena chicha, puesto que aceleraban el proceso añadiéndole alcohol de quemar y chancaca. Como consecuencia, estas chichas “curadas” tenían alcoholes metílicos que dañaban seriamente el hígado.

Uno de los profesionales que se destacó en el estudio de néctar del Valle fue el Químico e Ingeniero Industrial Lucio Gonzáles Cartagena, actual Rector de la Universidad Mayor de San Simón. Su tesis de Licenciatura es un estudio completo de la compleja fermentación de la chicha, escrita por un profesional que, luego de su doctorado en España, hace consultorías valiosas para la industria de bebidas y alimentos, en Bolivia y en países vecinos.

Por esos años se acrecentó el interés por este producto del valle tan vilipendiado por munícipes de todos los tiempos, que echaron las chicherías del centro de la ciudad y gravaron la chicha con impuestos exorbitantes, que costearon numerosas obras públicas en nuestra ciudad, como las siguientes:

• Amortización del Empréstito Erlanguer para la instalación del Ferrocarril del Valle y el servicio de tranvías en Cochabamba; para obras de alcantarillado; para la instalación de la red de agua potable; para pavimentación y para la construcción de la Represa de La Angostura.

• Ampliaciones periódicas de pabellones en el Hospital Viedma.

• Construcción del Mercado Central de la Calle 25 de mayo y mercados seccionales.

• Obras de desagües pluviales.

• Obras de canalización del Río Rocha y amortización de empréstitos para ese fin.

• Estudios y captación de aguas potables.

• Construcción de varias escuelas y colegios (incluido el Colegio Particular La Salle).

• Arborización y embellecimiento de varias plazas y paseos.

• Adquisición de terrenos y ejecución de obras en la UMSS.

• Modernización y renovación de los sistemas de provisión de energía eléctrica.

• Obras viales en provincias, incluyendo la apertura de la Av. Blanco Galindo, pago de expropiaciones y otros.

• Apoyo a la creación de Carreras técnicas y a la Facultad de Agronomía de la UMSS.

• Arborización de los predios de la UMSS y La Coronilla.

• Indemnizaciones por ensanches y apertura de calles y avenidas.

• Construcción del Edificio Municipal, la Casa de la Cultura y otros edificios públicos.

• Construcción de puentes sobre el Río Rocha y otras obras.

• Construcción del Estadio Departamental “Félix Capriles”.

• Club Hípico Nacional.

El Estadio se llama Félix Capriles, porque este ilustre ciudadano fue jefe de cobro del Impuesto a la Chicha, y como buen deportista, fiscalizó el financiamiento de las sucesivas ampliaciones de dicho campo de juego.

Ya el Gobernador Intendente Francisco de Viedma, el Príncipe Luis de Orleans y Braganza y D’Orbigny habían manifestado su disgusto ante la proliferación de chicherías en el valle cochabambino, que semejaba una suerte de campo urbanizado. Hacia 1840, la chicha y el chicharrón se expendían en plena Plaza 14 de Septiembre, junto al edificio de la Prefectura, y hacia 1950, cuando ya se reprimía sañudamente a los expendedores de chicha en el centro de la ciudad, los restaurantes de la Plaza 14 de Septiembre y el centro de la ciudad, ofrecían el néctar de los incas a sus parroquianos.

Centenares de chicherías se repartían en las calles San Martín, San Juan de Dios (hoy Esteban Arze) y Aroma; algunas de ellas eran también fábricas de la chicha “paisanita”, es decir, no traída de Cliza, el primer productor, de Punata, Tarata u otra población del Valle Alto.

El Heraldo describía así la profusión de chicherías en la antigua Cochabamba:

“En la Plaza 14 de Septiembre había una en la vereda del palacio (hoy Prefectura) con sus enormes ollas de comida en la puerta.

En la calle del Teatro (hoy España), dos en la casa que hoy es de la familia Unzueta; una en la de la viuda de Daza con sus ollas de comida servidas por un matrimonio de africanos, una al frente de los señores Fernández; una en la casa que es de las señoritas Quiroga; otra en la casa que es de la Sra. Clara Villarroel, antes del finado Dr. Zacarías Arze, otra en la que ocupa el hojalatero César Nl, tres en la casa que pertenece al Dr. Gutiérrez Argandoña, una en la de don Pedro Loureiro, otra al frente, en la casa del Dr. Francisco Rojas; otra en la de doña Juana Ariscáin; otra al frente de la de doña Manuela Córdova y otra en la que fue de don Luciano Sanzetenea, que hoy es propia de una familia Gómez, de Mizque. En todo han desaparecido una en la Plaza y 16 en la calle del Teatro (en las dos primeras cuadras). (Diciembre de 1899).

Esta situación se mantuvo hasta la gran epidemia y sequía de 1878, una de las siete plagas de Egipto que se abatió sobre Bolivia en vísperas de la Guerra del Pacífico; y en 1880, las chicherías fueron proscritas a 3 cuadras de la Plaza de Armas, ampliadas a 5 cuadras en 1887. Un año después, la difteria puso de manifiesto la dejadez y la tolerancia de las autoridades municipales a las chicherías ubicadas en el centro de la ciudad, tal como denunciaba El heraldo en julio de 1888: “Existen a dos cuadras y media las de mancilla, Hipólita Abasto (famosa comerciante de chicha, conocida como la “Fondista Hipólita”) y otras.”

El Concejo Municipal quería despejar de cerdos el corazón de la ciudad y entonces se produjo la siguiente escena:

“Un numeroso y compacto grupo de más de 300 “evas” emperifolladas con vistoso dominguero, llenaban el jueves el estrecho recinto de la barra, en el sal´ñon de sesiones del Concejo Municipal. Eran del gremio de chicheras e iban a implorar por la vida de millares de inocentes cerdos… Humanizado el Concejo, ha concedido 60 días para el destierro de los cerdos. La noticia fue acogida con vivas muestras de alegría.” (El Heraldo de 25 de agosto de 1888).

La modernidad ha llegado a Cochabamba, y con ella, el “gusto alemán” por la cerveza. La Cervecería Taquiña se fundó en 1885 y la Colón en 1890.

Con todo, hay que recordar que Cesáreo Capriles protestaba contra el uso clientelar que hacían los políticos conservadores y liberales de los electores artesanos, y definía a estos últimos como animales anfibios que viven entre la chicha y la política.

La descripción que hacen Rodríguez y Solares es aleccionadora:

“A este escenario concurren los personajes socialmente más diversos. Delicados caballeros de bastón y levita, es decir poderosos hacendados, influyentes políticos y funcionarios de alta jerarquía, prósperos banqueros y comerciantes, compartían con naturalidad el lugar con humildes artesanos, empleados de modestos ingresos, estudiantes de escasa fortuna, feriantes y una amplia gama de juerguistas profesionales, románticos no correspondidos o simples adoradores de la buena chicha. En este microcosmos social se practica una amplia democracia totalmente desconocida en cualquier otro ámbito de la sociedad oligárquica. Lo que no podía la política lo conseguía la fraternidad de la chichería. Aquí unos festejan sus hazañas comerciales, sus éxitos políticos y sociales o sus grandes o pequeños logros cotidianos. Otros vienen a mitigar sus frustraciones, a ahogar sus penas, a acumular nuevas fuerzas para proseguir su camino. Sin embargo, a todos por igual le cautiva la “buena chicha”, son peritos en saborear y reconocer sus diversas variedades e identificar sus grados de fermentación; todos son sensibles a la atmósfera que se creaba entre jarra y jarra del aúreo licor matizado por los emotivos lamentos de piano, el acordeón o las guitarras entonando antiguos aires populares. Innumerables cuecas y bailecitos anónimos nacen y se revitalizan en estos recintos en torno a antiguas pasiones, de evocación, de tristezas olvidadas, o de intentos de borrar las penas actuales con nuevas ilusiones o fugaces promesas se derrumban los prejuicios sociales, el mundo se da la vuelta y el alma popular vence por un momento al modernismo europeizante. De pronto, en lo más íntimo, todos se sienten por igual cholos y mestizos, en fin, “vallunos”.

La chichería actúa como un rasero social en la sociedad oligárquica. En este escenario, se valora la habilidad para lanzar tejos al sapo, monedas a la rayuela o tiros inspirados jugando cacho; la voz bien timbrada, la picardía criolla, el virtuosismo en la ejecución de la guitarra, el acordeón, la concertina o el piano vertical (antes el armonio), piezas vitales de las viejas chicherías.

Y todos rinden unción y respeto a la chichera, que ejerce su función mayestática con enorme dignidad o a gritos destemplados, pero siempre acatados en silencio.

Fuera de la chichería, todos asumirán sus viejos papeles de oligarcas, siervos o artesanos, pero dentro de ella, la cultura popular, la picardía criolla, el culto por la gastronomía valluna y la calidad de la chicha definirán un espacio de subversión de las jerarquías sociales. Tal es la fuerza y la gracia del estudio de Rodríguez y Solares.

Este escenario típicamente valluno fue llevado al mercado interno e incluso llegó a las salitreras chilenas, con toda su parafernalia de usos y costumbres. A dos cuadras de la Plaza Murillo, en La Paz, había famosas chicherías. Una de ellas, ubicada en una calle honda junto al edificio de la Contraloría General de la Repúbica, era visitada por el Presidente Hernando Siles, por el abogado Damián Z. Rejas, por diputados, senadores y ministros de Estado.

LAS CHICHERÍAS

El conocido escritor cochabambino Claudio Ferrufino Coqueugniot, Premio Casa de las Américas en Novela, escribió en su momento un artículo delicioso titulado “Las Chicherías”, para ilustrar el viejo culto que los estudiantes universitarios hacían del licor de los Incas, que los convertía en Akha Devotos. Una chichería frecuentada por los estudiantes de Sociología, muy amigos de Claudio, era El 18 Brumario, célebre porque aludía a una obra de Carlos Marx. Veamos qué dice Claudio.

"Cerca del antiguo estanque de Coña Coña, hace poco, Raúl, José Manuel, Pepe y yo reencontramos la magia de la chicha por la mañana. Bailamos música agachada de Huancayo y vivamos a los guerrilleros del Tupac Amaru que habían encerrado a los dueños del mundo en un palacio. Las horas transcurrieron con la placidez de los eucaliptos, el goteo incesante de las monedas de la rayuela, un poco de pan y un alcohol amarillo que sabía a ceniza. Era como caminar quince años hacia la sombra, a desaparecer las canas de los cabellos, a esperar la llegada de mujeres que no se han hecho tan viejas como para dejar de hablarnos...

El martes por la mañana Julio me llamó desde Estados Unidos, de una prisión estatal virginiana en un pueblo llamado Lorton. Me dijo que estaba bien, que cuando lo soltaran decidiría venirse. Extraña las sucias sillas, las moscas que hacen mítines inmensos, los vasos pequeños como para poder apostar un seco tras otro sin miedo de caerse.

Los amigos salieron de sus labios; eran preguntas. Después de casi ocho años allí, donde son rubios, él se hundía en la nostalgia.

En la cárcel de Lorton, Julio imaginaba el Bar Quito, "barquito", donde tenían chicha cliceña y se juntaban los mejores rayueleros cochabambinos, aquellos que de buenos juegan sentados, con otro que les recoge los tejos. Cuántas jarras dobles perdimos apostando. Alguna vez ganamos, lo que era notable. Pero ver a aquella gente lanzando monedas tan precisas era de por sí grande.

Me acordaba de cómo mi padre nos llevaba, a Armando y a mí, a las peleas de gallos, no lejos de dicho bar, sobre la calle Antezana, y de cómo impactaron mis ojos niños los jugadores de taba. En la rayuela he revivido con melancolía esos días. No recuerdo el rostro de papá entonces, mucho menos el de mi hermano, pero sí se me quedó en la cabeza aquel hueso increíblemente blanco que volaba para caer de suerte o de culo y convertirse en plata.

No sé si queda algo, debiera preguntárselo a Alfredo Medrano, o a Ramón Rocha, que me guiarían sin desgano. Porque ahora que me han adormilado las urbes extrañas se me hace difícil encontrar los viejos pasadizos del vicio, los de la fiesta eterna y la fraternidad, palabras que en anglosajón no existen más.

Ya a medianoche nadie quería atendernos. Por la Simón López, arriba, estaba la última y segura posibilidad: el "Quiero amanecer". De todos los extremos de la ciudad llegaban los aguantadores, para quienes la noche representaba un muy corto espacio temporal. Con Ramiro Murillo tomábamos una calle lateral y bajábamos a nuestras casas con la salida del sol. Resulta que ahora ya todos andamos muy ocupados, la ciudad se ha norteamericanizado malamente, nosotros mismos somos mano de obra buena en las metrópolis del norte. La vida se nos va y parece que al que supuestamente vive en el cielo le gusta hacer que sus hijos olviden lo que fueron; por eso prefiero escribir, antes de que se me pierdan los nombres y eternizarme como fui.

Luego de mediodía me puse a escuchar un disco de "Mocedades", la canción que titula "Amor de hombre", y a raíz de ella nace este texto, porque había una chichería, en la Antezana final, casi Guillermo Urquidi, en un pasaje que va desde esta calle a la avenida Oquendo y que es todavía el imperio del barro, cuyo nombre era justamente "Amor de hombre". Era la chicha preferida de mi amigo Elmer, que vive hoy en San Francisco.

En nuestros veinte años (Elmer) me telefoneaba, todas las semanas, para ir a la chichería. Sus opciones eran tres: el "Curichi", en Quillacollo, con garapiña y mini-golf, cuyos palos ocultaban al anochecer, cuando los ánimos ya se habían caldeado, para evitar que los parroquianos se descabezasen unos a otros. Luego sugería el bar de don Casto, viejo dirigente movimientista, cuya chichería en la calle Bartolomé de las Casas era, y es, arbolada y concurrida. Nostalgiosos "revolucionarios" hablaban quedamente de los días de abril, del recurrente pasado de los fracasados. Había rayuela y excelente bebida, pero demasiada tranquilidad. La tercera opción venía a ser el "Amor de hombre". Los zapatos se perdían en el lodo hediondo de la calle, pero había música en vivo.

Trasnochados, y luego famosos, folkloristas ejercitaban su arte ante los llorosos ojos de los borrachos. Promiscuidad de las mesas. Con la vista nublada a nadie importaba que su vecino más próximo fuera de profesión ratero, o que algún pobre y prostituido homosexual se sentara en sus faldas y tratara de entrelazar sus manos con las tuyas para acompañarse en la oscuridad.

Éramos pobres y jóvenes. Reuníamos las monedas de todos, aunque sabemos también que todos se guardaban algo de dinero para "escapar", dinero que finalmente salía a luz cuando no quedaba chicha, para la segunda ronda. Se designaba a alguien para comprar panes de a peso. En medio de la mesa, al lado de un mugroso balde, se depositaba la comida de esa tarde, una docena de panes si éramos muchos, o dos piezas por persona. Con la borrachera llegaba el hambre y allí seguían las redondas tortillas para calmarla.

Cuando cerraba la chichería, íbamos en intensa caminata buscando otro lugar. El "Me da la gana", al lado del canal de la Angostura, mirando hacia lotes y lotes de lechuga verde, era el más bonito. Higueras, pastos, extensa vida campestre. Ahora lo corta una avenida y el canal de agua turbia está tapado. No hay más lechugares ni los grandes eucaliptos cerca de la avenida América. El progreso ha levantado casas ricas y nos hace dubitar acerca de nuestra memoria". 

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Publicado en Los Tiempos (Cochabamba), Separata Anécdotas de Cochabamba (RRM), septiembre, 2011

Imagen: Cargador de chicha

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