Sunday, September 4, 2011

Yugoslavia revisitada


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Cuando comencé a interesarme en “asuntos yugoslavos”, lo primero que llegó a mis oídos fue que la gente venida (a Bolivia) de esa tierra era torpe, ruda, que por tradición se dedicaban a cuidar puercos; porqueros como Francisco Pizarro. Detalles sin importancia para entender un país ¿o no? Sin embargo no puedo dejar de anotar que en su lúcida crónica de la disgregación de Yugoslavia, el periodista británico Misha Glenny (The Fall of Yugoslavia- The Third Balkan War), cuenta repetidas veces su encuentro con animales muertos, fuere por bombardeos, fuego cruzado, o destrucción sistemática de los medios de subsistencia de alguno de los grupos en conflicto. No cualquier animal, caballos o perros, sólo cerdos.

Normal generalizar características de una inmigración reciente. En sentido negativo por lo usual: que los judíos venderían a su madre, que los gitanos roban. Sucede que los inmigrantes yugoslavos, llegados algunos luego del triunfo de los partisanos, escapando del comunismo, conquistaron la nueva tierra. Aunque ridículamente, como en el caso judío en tiempos de Hitler, se pensó que vendrían a engrosar las filas del trabajo agrario, éstos se dedicaron al comercio y a la industria con inusitado éxito (al menos en términos materiales, sin siquiera entrar en detalle que al igual que otros supieron aprovecharse del estatus subhumano de la población indígena del país).

Con motivo de la visita del mariscal Tito a Cochabamba, tal vez antes que De Gaulle -de quien tengo vaguísima memoria-, se arrestó y encarceló a todos los croatas de la ciudad, para prevenir atentados. Me lo contó mi padre, años después, luego de detenerse a hablar con un hombre alto y torvo, uno de aquellos, que regentaba una empresa y se había casado con boliviana. Fanático, me recalcó, de misa diaria, aliado de los fascistas de la Falange Socialista Boliviana, posiblemente criminal de guerra ustasha, que ha hecho la América y que, a pesar de haberse integrado con el resto de su comunidad con la aristocracia local, guarda un celoso hermetismo respecto a lo suyo.

Se reunían en el Club Yugoslavo, en la plaza Barba de Padilla desde que tengo recuerdo. Me sorprende ahora, ya con lo aprendido en los años, que se llamase así: yugoslavo, siendo croatas, y opositores a Josip Broz, los que lo administraban. No fue hasta la guerra del 91, a tiempo de la declaración de independencia de Eslovenia y Croacia, que la institución cambió de nombre, y también el cementerio privado que de yugoslavo pasó a croata, remarcando para siempre la separación y las historias de crueldad de la guerra fratricida que envolvió a Croacia, Bosnia y Serbia (lo de Eslovenia duró diez días y pareció divertimento infantil comparado con lo por venir).

La presencia de esa gente alta y rubia en las calles cochabambinas despertó fantasías en un niño que crecía informándose del amplio mundo no vislumbrado desde las torres de una villa de perfección provinciana. Implicaban una ventana a lo desconocido; no sucedía con los sirios, quienes a pesar de sus rasgos peculiares eran oliváceos y pequeños como nosotros. Se acentuó el interés con alguna que otra cinta fílmica que pasaban los cines locales: películas norteamericanas de corajudas batallas en el Neretva y el Sava, o que relataban creación y martirio de rincones como Valaquia, donde eventualmente aparecían albanos y serbios en lucha conjunta contra la Sagrada Puerta.

El fútbol, de manifiesta popularidad, añadió también su dosis de magia, en relatos del casi mítico Sekularac, wing de la selección yugoslava. Para la adolescencia fue el básquetbol, con gigantes de corpulencia sobrehumana, vestidos de uniforme azul, bajo la bandera de la estrella sola, la estrella roja. Los “brutos” se asociaban ahora al valor, y seguían la práctica socialista de crear formidables atletas.

Viví el mundial de 1974, en Alemania, a través de las revistas argentinas. En casa no había televisor y estoy casi seguro que la única ciudad boliviana que disponía de un canal era Tarija, por su cercanía con Argentina. Y en Tarija había yogurt, y delicias aún inimaginables en el resto de la nación india. En Goles y El Gráfico leí acerca del partidazo que jugaron Suecia y Yugoslavia, ganado por los suecos con al menos un gol del patilludo y genial Edstroem… y Surjak del lado opuesto. Un clásico. Del mismo campeonato recuerdo un texto (Con la galera y el bastón) que describía la maestría de Branko Oblak. Nuestras simpatías iban por Yugoslavia, la que se había enfrentado en política a los soviéticos y hacía soñar con un socialismo de aristas más suaves, tal vez aquel humanista -y fracasado- de Dubcek. Hasta Ceausescu se consideraba entonces liberal. Miren cómo terminó todo.

Hoy los países del área se disputan la paternidad de Ivo Andric. Fundan villas con su nombre. Este escritor, Premio Nobel, había hablado de Belgrado, del puente turco de piedra sobre el Drina, quizá en Visegrad, no me acuerdo, de los señores bosnios y sus prerrogativas en relación a serbios, macedonios, croatas, kosovares durante la ocupación otomana. En sus páginas late el conflicto interno, no diríamos interétnico ya que la mayoría desciende de un tronco común, mas las diferencias religiosas, que además arrastraban favoritismos por parte de las potencias (Alemania hacia Croacia; Inglaterra a Serbia) y que aunque no lo previó, y seguro no deseaba, explotarían al terminarse Tito, quien hábilmente soslayó el odio, utilizando coacción a veces, a veces prebenda. Lejos estaba Ivo Andric de resucitar la furia de los ustashas y los chetniks, o la desconfianza hacia el hermano de raza hecho musulmán en la historia. A su manera, representó la falsa concordia que el régimen impuso por la fuerza a gentes enemigas entre sí de antaño.

Hoy los cafés de Sarajevo lucen como los de París, mientras los de Belgrado guardan una mística feroz, y la parte vieja de Zagreb no envidia la hermosura de Praga. La guerra se escondió. Si de eterno, no sabemos.
30/08/11

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Publicado en Ideas (Página Siete/La Paz), 4/09/2011

Imagen: Chetniks en el siglo XIX

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