Saturday, November 26, 2011

Ciudad imaginada/ECLÉCTICA


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

El 27 de mayo de 1703, Pedro, déspota modernizante, fundaba San Petersburgo. Trescientos años después, la que fue Petrogrado y Leningrado se levanta a orillas del Báltico, sobre el Neva y en el golfo de Finlandia, hermosa.

A diferencia de Brasilia y Washington D.C., capitales también programadas, la villa rusa -aparte de la necesidad imperiosa de una ventana a Europa- fue el producto de un sueño. La persistencia del zar, su resolución, le permitieron diagramar en su cerebro un pueblo que representara al imperio ante el mundo. Lo hizo sin siquiera contar con la tierra donde pensaba erigirlo. El sitio pertenecía a Suecia, entonces pujante fuerza militar, a quien habría que vencer.

Al amanecer canta Fedor Chaliapin, en rara grabación, canciones populares rusas. Una permanente aura de solitud y de extrañeza rodea Petersburgo. Quizá se deba a efluvios nebulosos del río, cerca del cual suben escaleras de edificios de piedra y madera -ya por siempre- los espectros literarios de Gogol. John Reed conjuncionó en Diez días que estremecieron al mundo ese misterio con la explosión popular de octubre. La revolución comenzó allí, o cerca, en la isla de Kronstadt donde se alzaron los marinos. Muy pronto en la historia soviética, León Trotsky se encargaría de enterrar esos incómodos insurgentes. Ninguna revolución necesita de coléricos idealistas; el triunfo radica en la fría y meticulosa administración. Ya había predicho Bakunin que en la génesis del marxismo se escondía el engendro del poder. John Reed no lo previó, en candidez, y se aferró a la visión romántica que significaba la eclosión. Porque hay épica, no se puede negar, en la prédica de Krylenko montado sobre un carro de asalto, a los soldados de la división blindada para que se sumaran.

Petrogrado, en los primeros días insurrectos, es como un cine mudo donde grupos de sombras se agitan en cámara rápida y cruzan las grandes rejas metálicas del Palacio de Invierno. Un solitario barco, el Aurora, mueve sus cañones para cortar el gélido aire con bombas. Nadie mejor que Pudovkin para ponerlo en filme, con tomas en ángulo y claroscuros. Al mar le siguen las marismas, el pelado horizonte. Luego San Petersburgo, montada piedra sobre el vacío, muere en Pudovkin, se materializa en Víctor Serge, y se convierte en la ciudad de Lenin, aunque Pedro el Grande, fundador y testarudo, con símbolos usuales de dominio en mano, caracolea ecuestre y sobrevive a todos en la estatua que le hizo Falconet. Al final esta ciudad es suya, y los advenedizos perecen como los segundos del tiempo.

En Rusia todavía se la llama Leningrado. No es extraño: las generaciones a partir del 17 crecieron bajo la penumbra del partido. Qué más da. En particular prefiero Petrogrado. Discusiones inútiles de quienes no tienen la suerte de verla, y de quien la escribe de lectura e invención. Magia de urbe crecida de la mixtura de sueños y huesos de mujik.
090/9/03

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Publicado en Lecturas (Los Tiempos/Cochabamba), septiembre, 2003

Imagen: Petrogrado, mayo de 1920

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