Sunday, November 27, 2011

La ciudad y los perros/ECLÉCTICA


Hoy que la anciana Sumeria yace en ruinas, y que Tariq Aziz, ministro iraquí y el último de los caldeos, ha desaparecido de las pantallas y quizá del mundo, opto por el descanso. Agarro una novela de Elena Poniatowska, que me pareció inútil al principio pero que se vuelto interesante, recojo a Emily de la escuela y le alcanzo su libro de magias. Nos detenemos al borde de un lago semiseco -por el invierno- en Washington Park.

Una vuelta de ejercicio alrededor del lecho barroso y un paseo entre el arbustaje (ya que existe la palabra boscaje) para luego sentarnos, dándonos la espalda, y cada uno a por su mundo. No es tan simple, sin embargo. No estamos en un parque de Viena; allí el tiempo parece estático, ni en el Luxemburgo de París, en el cual, ocultándose de los franceses y sus forzados alardes amatorios, se puede permanecer a solas. Estos son los Estados Unidos, país diferente, de hábitos bestiales, donde, como apunta Simon Schama hablando de la floreciente época de Andrew Jackson y que se puede aplicar hoy, las buenas costumbres y la consideración hacia los otros pasan a segundo plano cuando lo que importa es la satisfacción elemental de los deseos personales.

Ahí, en el parque, sentados mi hija y yo, leyendo y atisbando el universo de los norteamericanos y sus perros. Por encima de las líneas de la escritora mejicana observo como el perro es el nexo que conecta a los (in)humanos gringos, que caso contrario no se dirigirían la palabra. En primer lugar, y hay que aclarar el error de concepto que tenemos los foráneos, en Estados Unidos no hay perros, hay babies, hijos del amor -de otros perros obviamente- y adoptados por la espeluznante soledad de la gente. Que un perro se acerque a otro, a contactarse por el olor de sus escondidos humores, hace que los dueños conversen ¿Acerca de qué? De sus "bebés" por supuesto, de cuándo se bañaron y de si ya están entrenados para ir al excusado por sí solos, de cuánto cuesta el rizado de sus pelos y el afeitado de sus rabos, de si sus palabras -aún ladridos y gruñidos para mis oídos profanos- son cada vez más precisas y etcétera. Esto mientras los niños reales pasean abandonados con pañales chorreados, sin bañarse, sin ropa lavada, con los cabellos erizados de mugre.

En buen inglés, a diferencia del español, cualquier animal es "it". Ya no: han llegado a ser "he" o "she", adquirido personalidad y prerrogativas que nunca han exigido y que posiblemente les importan un comino. Se ha hecho común que el matrimonio o el divorcio de la gente se decida por cómo se relacionan entre sí las mascotas de cada uno de los miembros de la pareja. Si tu perro le ladró a mi perro, o no le dio lengüetazos de amor en la mañana, tú y yo no podemos convivir. Cuando te vayas, de recuerdo me quedará el olor de tu baby -quiero llorar- por los muebles, hasta en los vasos y platos, y a ti te olvidaré.
15/4/03

Publicado en Lecturas (Los Tiempos/Cochabamba), abril, 2003

imagen: Keith Haring/Barking Dogs, 1989

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