Sunday, February 12, 2012

Sonata de las Malvinas


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Con Nicolás Alejo, que hoy vive en Italia, quedamos en vernos en la Facultad de Humanidades. El día anterior, el beodo Galtieri había invadido las islas Falkland, en el Atlántico sur, para restituirles el nombre de Malvinas y recuperar soberanía sobre territorio usurpado. Eso decían, e iba acorde con la larga lista de políticos que usufructuaron el tema para ganar posiciones. 1982, los milicos argentinos sentían temblar el suelo a sus pies. Tanto asesinato no podía eternizarse. Para recuperarse decidieron la aventura; nada mejor que azuzar lo patriótico para esconder la verdad.


Cuando Gran Bretaña contestó, se alzó un clamor en América Latina y, aunque la prudencia y el odio a los militares aconsejaban lo contrario, decidimos con Nicolás anotarnos de voluntarios para ir -ficción narrativa- a combatir. El espíritu del pequeño condotiero, como se autodenominó Guevara, ejercía en nosotros fórmulas que llamaban irremisiblemente al desastre.


Y ahí aparecemos, en la esquina de la calle Antezana y la avenida Salamanca, miembros de una fila con centena de jóvenes de diverso color y contextura. Imagen que se calcaba en todas las embajadas y consulados argentinos a lo largo del continente. Alejo, que estaba antes que yo, acercóse al funcionario que anotaba al lapicero nombre, edad, dirección y arma en la que había servido, si tenía experiencia militar. Póngale artillería.


Me tocó el turno. Cuando me presenté a “servir a la patria”, a mis dieciocho cumplidos, la orden paterna indicaba que jamás un hijo suyo pasaría por la mierda que viviera él en el cuartel. "Bastante conmigo": claro y conciso. Tuve que aguantar la humillación de corretear desnudo por la base aérea, sufrir el escarnio de los oficiales y soldados antiguos. En el fondo permanecía tranquilo, ya había pagado a un capitán para que me sacase inhábil para el servicio. Ese era el gran negocio. Soldado el pueblo humilde. Los señoritos comprábamos la libreta y salíamos con pie plano colectivo. La institución tutelar, como tienen a bien llamarla, no era más que mercado de triquiñuelas y confites. Corrupción general, desde arriba hasta el médico que te palpaba los huevos buscando nunca imaginé qué.


Me tocó el turno de firmar. El lapsus de recuerdo duró un par de segundos. Claudio tantos, anotó, veintidós años. ¿Arma? Infantería. Salimos ufanos, directo al Prado, a escasas cuadras de allí, para festejar el inicio y fin de nuestra carrera soldadera. Sabíamos que nunca ocurriría. Estos asuntos cuestan plata, pero la misión propagandística de decenas de miles de voluntarios podría utilizarse en el contexto internacional. De nada sirvió: los gurkas pasaron a degüello a los muchachos argentinos, mientras que los verdugos, como el marino Astiz, continuaban con sus crímenes.


El 78, año del mundial de fútbol, no prosperó la campaña de sabotaje a la Argentina. Incluso el capitán de la selección holandesa, Krol, declaró a El Gráfico que lo que se contaba sobre el país no era verdad, que ellos habían observado un lugar tranquilo y contento. Carta blanca para los lebreles del fascismo. Pero, cuatro años después, la cosa ya ardía, y no era la presión de afuera lo único que desestabilizaba al régimen. Al interior se soltaron las voces. Imposibilidad de seguir ocultándolo.


Crecí con el slogan de “las Malvinas son argentinas”. La tía Lucha, cada vez que dejaba su departamento del Once y se arriesgaba a la volubilidad boliviana lo repetía. Nos alimentamos con ello, con un Perón que denostaba mi familia, el gusto por el vino de mesa con soda, los traguitos de Campari, Americano Gancia o Cinzano, la ruleta con los tíos, el póker abierto con las tías, alfajores, zamba, tango, carne de membrillo, parmesano, salame Milán, Güiraldes, Borges y el asado. La herencia francesa, la belleza y las aptitudes culinarias del abuelo y la tozudez vasca de los Espeche. Desayuno delicioso con facturas. Las hermosas primas. Qué vivan las Malvinas, carajo. Presentándome voluntario hacía honor a tantas cosas lindas que latían al sur de la frontera.


Son treinta años de entonces, tres décadas. Reviví el conflicto en Cuba, como jurado de Casa de las Américas, cuando me tocó leer una novela cuyo título era un número, 74, por los setenta y cuatro días que duró el conflicto de Malvinas. El escritor, Agustín María Palmeiro había ganado una mención en la Casa el 2002, junto conmigo. Multifacético en sus personajes soldados, aunque todos argentinos, Palmeiro rebuscaba el impacto de la guerra en los rincones de la nación. Llovía en Cienfuegos la noche que devoré la obra. A ratos me asomaba al balcón. La bahía de Jagua por el velo del agua se hacía difusa. Me pregunté qué habría hecho yo en el campo de batalla si hubiese ido. Respuesta que no tengo porque en el fondo soy pacifista, belicoso pacifista.


Comunicados van y vienen en las prensas británicas y rioplatenses. Incluso leí a un columnista inglés que sugiere venderlas. Vi un filme no hace mucho, del Reino Unido, con bastante detalle desde dentro de la población isleña sobre el ataque. A ratos, si no fuese por la tragedia, el absurdo de una parodia militar. Tres o cuatro soldados estacionados allí que defienden el lugar ante la agresiva parafernalia de la dictadura, muy superior en número a estos guardias, el gobernador y algunos vecinos. Luego vino el hundimiento del Belgrano, sus trescientos muertos, y el festejo cuando se voló al Sheffield con los famosos Exocet. Allí murieron veinte imperiales, de los cuales seis eran cocineros y un lavandero chino.


Cameron y la Cristina (la llamo así porque gusta de ser considerada popular) juegan nombre y prestigio en el debate. Ambos se acusan de lo mismo, de coloniales. Hay más que la patraña patriotera de las partes y lo que se resuelva de seguro garantizará beneficio -como siempre- a los grandes. Al fin de cuentas es una pulseada entre dos reinas: Elizabeth de Inglaterra, y la emperatriz de El Calafate.

06/02/12

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Publicado en Ideas (Página Siete/La Paz), 12/02/2012

Imagen: Soldados argentinos en las islas Malvinas, 1982

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