Monday, March 5, 2012

Prehistoria de mis lecturas


 Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Les decíamos entonces revistas, o historietas. Que yo recuerde -hago el intento de ser preciso porque la sublimidad de estas memorias nunca se debiera olvidar- eran un temprano estadio de la globalización que nos caería en torrente décadas después. Cuando recién llegado al Distrito de Columbia, y las ciudades adyacentes, todas por las que he paseado, amado y bebido, con lugares especializados en ellas, parafernalia relacionada, libros, juguetes, figurines de plástico y metal, pensé que aquel par de tiendas de revistas de Cochabamba, hundidas en el adobe colonial de casi extramuros, prefiguraron estos centros de placer lector que la urbe ofrecía a los coleccionistas.

Volvamos al principio. Hablo de cuarenta a cuarenta y cinco años atrás. Entonces villa modesta, Cochabamba, todavía con aires de provincia y ciudad de letargo, de escaso entretenimiento y peor economía. Mis padres, con la diligencia de quien quiere algo mejor para sus hijos, nos inscribían a clases de francés, alemán, artes marciales, dibujo. Buscar al hombre renacentista en medio del universo mestizo. Por otro lado, los vínculos de compadrazgo estaban muy enraizados y crecimos con miríadas de compadres y ahijados visitando desde el campo en ocasiones precisas de cumpleaños, navidades, pascuas, años nuevos. Pan fresco, leche, gallinas, chicha, arrope, y nombres que venían de las escrituras que jamás en casa tuvieron valor de sagradas: Lucas, Mateo, Santiago, o Leandro, Bernabé… Dos mundos que no diré -exceptuando en el hogar donde siempre se observaron lo que hoy se llaman preceptos democráticos- convivían en armonía. Era un mundo clasista, racista a más, como lo sigue siendo con los disimulos que el progreso, bien o mal entendido, trae. Espacio de las sirvientas, mal pagas, de quienes hasta el idilio se consideraba inmoral.

Domingo, la fiesta, y bien definidos los progenitores en él, preservando para la nostalgia de los hijos cada cual característica propia. Desde la Argentina llegaban a casa, traídos en persona o encomienda, paquetes de delicias impensables en lugar y sociedad boliviana de la época. Ahí mamá, que de italiana no tenía nada: francesa y vasca en la delicadeza y el temple, cocinaba pastas como nunca he probado. Ravioles y tallarines con un tuco que añadido tenía uno de los vicios que mi madre extranjera amaba del nuevo país: locoto. Aplastaba las papas, las iba convirtiendo en pasta y masa, y la desgranaba en pedacitos que con hábil tenedor convertía en ñoquis. Hervores de agua y raspar el parmesano cáscara negra, de horma grande, cuya carne, al roce del cuchillo, sudaba. El padre y la preparación dominical de la salida al campo, a cuatro puntos de la geografía, pero sobre todo a las faldas de la cordillera del Tunari: idílicos rincones de eucalipto y agua brava. Subidos ambos con los seis críos en la Chevrolet roja modelo 50, hoy delicia de los conocedores de autos, con ropa de ocasión para trepar montañas, atravesar ríos, subir árboles y descender cañadas. Ese fue mi padre, explorador que educó exploradores. Y, además, en el retorno, parar en la plaza principal, en alguno de los puestos de diarios y comprar lo último en historietas para niños, incluso para los acompañantes eventuales, vecinos que se plegaban al rito de la aventura con cierto temor.

Superman, Batman & Robin, Aquaman, siendo las de la Legión de Superhéroes mis favoritas, y del grupo los dos ídolos verdes: Linterna Verde y Flecha Verde, vestido este como con el tiempo descubrí a Robin Hood. Luego estaban los cómics argentinos, los del indio Patoruzú, último de los tehuelches, y los divertidos desmanes del play boy porteño Isidoro, vividor e inquilino eterno de su tío el coronel Cañones, quien recordaba el porte de papá. Epopeya, que venía desde México, resultando nuestra primera aproximación a la historia. De sus páginas guardo a Aníbal de Cartago y el paso de los elefantes por los Alpes; a Bernardo O’Higgins y Maipú. Otras revistas detallaban en trazos biografías. Recuerdo las de Joaquín Capilla, el clavadista, y también las de los boxeadores Juan Zurita y el nevero Rodolfo Casanova. A los diez conocí en imágenes la revolución mexicana, y palpita en mi mente la horrorosa visión de los despellejados, revolucionarios presos a quienes los federales quitaban la piel como hacen hoy en Siria.

Luego aparecieron publicaciones más sofisticadas, que fuimos atesorando hasta bien entrada la adolescencia y la primera juventud, cuando leer a Jackaroe dio paso a entrepiernas donde leí, por citar a Bataille, “el libro que me mata”. Pereció la épica y se inició el orgasmo.

Veía a mi hermano Armando como esos titanes de la antigüedad, aunque entre los santos aprendimos a incluir villanos: al arquero de las florestas de Sherwood y a Dick Turpin. Armando era maestro de ceremonias de la lectura de revistas. Compartíamos dormitorio, que cerrábamos para evitar el ruido de cuatro hermanas, y, cada uno tirado en cama, leer las adquisiciones dominicales. Lógicamente, después de unas leídas los ejemplares se hacían obsoletos. Para renovarlos, cambiarlos por otros, teníamos que atravesar la ciudad en inolvidable peregrinaje. A pie; a veces en colectivo, con bolsitas llenas, hacia la avenida Aroma, suerte de límite urbano de ayer, hasta llegar a la Revistería Apolo, un hito de la imaginación, donde miles de revistas se apilaban según la calidad. Poníamos las nuestras encima de un mesón y los dueños las separaban entre nuevas, semi-nuevas, usadas, muy usadas, dañadas, inservibles, etc. El canje era una por una, de la misma condición. Claro que había negocio y siempre degradaban las tuyas algo para obtener beneficio. Pero lo más lindo, lo hermoso, un placer difícil de borrar, era que por cada diez canjes te regalaban una nueva. Allí estaban, disponibles, gratis, las flamantes que no siempre se podía conseguir. Muchas veces las monedas no alcanzaban para diez y postergábamos los tesoros para la próxima semana.
21/02/12

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Publicado en Fondo Negro (La Prensa/La Paz), 04/03/2012
Publicado en Semanario Uno 452 (Santa Cruz de la Sierra), 9/03/2012

Imagen: Antigua revista Superman de Editorial Novaro, México

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