Thursday, May 3, 2012

De impotencias y transgresiones. Lectura de “Diario Secreto” de Claudio Ferrufino-Coqueugniot


elena ferrufino-coqueugniot   

“Bad men do what good men dream”
Robert Simon

Los caminos de la vida son muy difíciles de andar, dice algún ritmo caliente, mientras me encuentro cara a cara con violencia y abyección. Hace noche en Cochabamba y me dejo envolver por los 43 senderos que este “Diario Secreto” ha entramado, con duplicidades e imposturas, para hacernos víctimas de un psicópata que podría ser cualquiera de nosotros… acecharnos en mortaja de palabras o vigorizarnos de violencia, hasta hacernos descuartizar las páginas que bien podrían ser sapos, o moscas… hormigas… ¿personas?

Misógino y perverso, este anónimo lunático desencadena una narrativa segmentada no solo en espacios, páginas y capítulos, sino trazada de sombra, pecado, dolor y muerte. Más que novela tradicional, el texto se estructura alrededor de una serie de imágenes implacables que desencadenan, a su vez, una serie de reminiscencias, escenas-memoria, que se desplazan a lo largo de la narración, cual alegorías de macabro sueño.

El lenguaje se transforma en personaje esencial del entramado textual. Con prosa singularmente obsesiva y transgresora, Ferrufino-Coqueugniot nos confronta con un tratamiento casi convulsivo de la palabra. El idioma se hace daga, que corta, lacera, mutila patas, alas, mientras nos fuerza –como lectores- a coincidir no solo con la mirada, sino con los actos del protagonista. Vana ilusión la nuestra de contemplar los actos desde fuera. No. Somos partícipes y cómplices de cada crimen, de cada evento violento, sádico que recorre el texto, en ritmo perverso, cínico, obsceno y malvado: “[…] Le mordí la oreja, besé el cuello y, sin darse ella cuenta, resulté yo arriba, que la espalda se le jodiera, pero no la mía, y raspé, raspé el miembro hasta llegar al orgasmo. Para entonces, ella, que dudo gozara, me pidió que le frotara la piel de atrás, desollada y enrojecida por las rugosidades del terreno. Incluso las rodillas me protegí, acomodándolas en los pliegues de su camisa abierta. Después abandoné la fiesta.”

La novela comienza con un incidente de tráfico, en algún lugar sin nombre y se encadena en trance de sangre, sexo e infancia. No se perfila un narrador particular. Varias voces discurren los también disímiles escenarios desde donde el texto nos interpela con violencia. El mundo que fluye entre las páginas podría ser cualquier mundo. Aquí y allá se entrelazan en demente decurso. Locura y crueldad parecen, sin embargo, construir un hilo narrativo que no sigue trayecto regular alguno, pero que de todos modos nos permite aunar el transcurso de un psicópata que, como Bataille, elabora una larga confesión. Casi una “meditación universal.”

A guisa de “experiencia interior,” el personaje de Ferrufino-Coqueugniot nos pasea por su infancia, cuando ya su madre atestiguó el extraño goce de su hijo ante el dolor y la muerte. Cuando no es un niño, es adolescente y/o adulto –indistintamente. Escenario y tiempo son fortuitos. Lo único que cuenta es penetrar ese último sentido que hermana al personaje con tantos otros, como Bataille, Gilles de Rais; Madame Edwarda, o la condesa Bátory, y que le permite sumergirnos en ese universo apremiante y huidizo donde los móviles que impulsan la escritura son “los últimos móviles del hombre: la muerte, el erotismo y la idea de trascendencia.”

El personaje se convierte en único anclaje en el universo narrativo. Ante sus manos y ojos – con ellos- somos víctimas impotentes, obligadas a legitimar violaciones, tormentos, desmembraciones, azotes… En locura permanente, intentamos reconciliar elementos  que, irónicamente, son  perfectamente inseparables de la naturaleza humana. De manera peculiar, el protagonista se ufana en no sentir remordimiento alguno: “¿Si estoy amargado?” –Nos pregunta. “No, mira, fui un niño feliz. Y nadie me advirtió que fuese extraño. Miento, una vez que había ahorcado con hilo cincuenta sapos en miniatura, vivos, en los rosales del lado de la casa grande, mi padre explotó. Eres un sicópata, dijo, y ordenó arrancar los  cadáveres colgantes.”

La teoría sustenta la certeza de que no existe arrepentimiento en la mente del psicópata. Que, además, se goza del dolor ajeno y recorre el mundo libre de culpa. Sin pesadillas. Con algo de sarcasmo, el personaje no solo ilumina el lado más oscuro de la conducta humana, sino que además destruye esa falsa separación que existe entre los hombres “buenos” y los “malos”. En efecto, parece preguntar el texto: ¿qué separa a unos de otros? Si los niños, los vecinos, los amigos pueden dormir plácidos por las noches, mientras durante el día se han regocijado en crueles masacres. Si luego de buscar profusión de bichos, les “[quitaban]las alas, las patas, lo no digerible, mientras [las hormigas] arrastraban los torsos todavía vivos hacia los túneles profundos donde serían almacenados.”

La novela  explora el espectro de lo violento, de lo atroz. Pasamos de una suerte de culto asesino a la violación; de la tortura a arañas, abejorros, avispas… al erotismo abyecto, infame. Sexo, alcohol, miseria humana. Cojos, débiles, vagabundos conforman el circo permanente de la vida. Exceso y ferocidad cobran sentido en el pulcro –aunque ácido- tratamiento del lenguaje y en la conformación narrativa, heterogénea, segmentada. A manera de deforme inconsciente, el texto nos fuerza a través del laberinto de sus 43 “temporadas” (¿en el infierno?), jugando entre nuestro horror, nuestra complicidad y nuestro goce. Pues la narrativa de Ferrufino-Coqueugniot ha instaurado un decurso placentero que marca ya un hito en la novela boliviana contemporánea.

Cielo e infierno parecen matrimoniarse en el texto –parafraseando a Blake. Bien y mal. Día y noche. Vida y muerte. Transcurrir por las páginas de Diario Secreto nos deja una vez más perplejos, no solo por lo encarnizado de la temática, sino sobre todo, por la maestría del manejo narrativo, que le permite a Claudio Ferrufino-Coqueugniot, “trascender” –como diría Willy Camacho- “las convenciones morales, configurando un universo ficcional donde el lenguaje refleja y sustenta de manera coherente la memoria fragmentada del protagonista, que repasa varios períodos de su vida, siempre relacionados con el afán, tan científico cuanto hedonista, de explorar el misterio de la muerte y sus prolegómenos.”
marzo, 2012

Publicado en Fondo Negro (La Prensa/La Paz), 22/04/2012

Imagen: Andrew Schoultz/The Birth Of Violence

  

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