Wednesday, August 29, 2012

Lo abrupto y lo sutil/VII ENCUENTRO DE ESCRITORES IBEROAMERICANOS


Introducción
Claudio Ferrufino-Coqueugniot


Amor, sexo y violencia en la literatura es un parámetro que la abarca toda. Hasta en las más extravagantes o alocadas elucubraciones de los literatos, hallaremos casi con seguridad alguno de tales temas, explícito o subyacente. Tomemos el Quijote, por ejemplo, que fuera de dar las pautas de la novela moderna es universo de discusión infinita: ética, política, social, individual, humana. ¿Podríamos calificarla de novela de amor? ¿Por qué no? Actuando Alonso Quijano, de principio a fin, en su andanza de desgraciado desfacedor de entuertos, no deja de dar o pedir enviar noticias de sus aventuras a su princesa en el Toboso. Incluso, así fuese ello parodia del amor, como su personaje lo es de las novelas de caballería, depende del lector la interpretación, y no faltará quien se retuerza de placer y romanticismo en la hidalguía y altivez del malhadado héroe que jamás deja de pensar en su inventado e imposible idilio.

Discutíamos cierta vez, hace décadas ya y en medio de chichas no propiamente analíticas, sobre si La Ilíada era un poema. Poco importan los rótulos, que ese libro dictado por el poeta ciego ha sido para mí el non plus ultra de la palabra, recitada entonces, impresa hoy. El sitio de Ilión comienza con sugerencia de sexo y escenas de violencia. Quizá también de amor.

Sin entrar en detalle, sabemos que el Pélida rumia su ira en las carpas cerca de las cóncavas naves. Es el último año de la guerra, aún incierta, y Aquiles se niega a pelear, enojado porque el rey de reyes, uno de los Atridas que comandan la expedición, Agamenón, le ha arrebatado a Briseida, hermosa mujer botín de guerra. La sevicia, lujuria, deseo irrefrenable que el rey de Micenas siente, pone en riesgo toda la expedición griega, que llenó el Ponto de naves flotantes hasta el infinito, con el fin de rescatar a Helena, víctima y actriz auspiciante de esta tragedia mito-histórica que relata la eterna disputa entre Oriente y Occidente, que se remite al rapto de Europa, repite con Helena, y la revancha del este, se vuelve a plasmar con Alejandro el Grande, reaviva con Atila en el río Tisza, en la puzsta húngara, en un ir y venir que incluso abrigarían los tanques de Guderian en carrera por la estepa y el retorno de Zhukov y su llamado a que no olvidasen los soldados rusos el por qué estaban allí, a puertas de Germania. Siglos de conflicto, en apariencia nacidos de un mito, para intentar explicar lo que la antigüedad hacía inexplicable, y miles de páginas que lo rememoran con viñetas de heroísmo, dolor, amor, sexo y violencia, desde Heródoto que es historia pero también literatura, hasta Amin Maalouf y su tétrica descripción del desastre de las cruzadas; de uno y otro lado del Bósforo, del mar Negro, cualquier frontera imaginativa que ha ido moviéndose de acuerdo a los acontecimientos.

Pero el sitio de Troya en voz de Homero no es solamente entrechocar de armas, como no lo es Noruega en Borges, hablando de las Eddas nórdicas, en prosa o verso. La Ilíada es también un delicioso pasaje etnográfico, inmortalidad para decenas de pueblos que sin él no hubiésemos escuchado existieron. La notable locura de Schliemann fue creer al vate y seguir sus huellas en tierra a través de las páginas, convirtiendo el mito en realidad, así no estuviese cierto, o no en su totalidad. Desenterrar los restos de Troya no fue solo un remover de piedras y garantizar autenticidades. Su legado humano se refiere al drama de las ambiciones, miedos y deseos de los hombres, de la caverna a los palacios teucros, a la torva faz de Agamenón, que resultó no ser Agamenón, en máscara de oro en Micenas, pero que daba asidero a lo que contara Homero, que hubo una hermosa Helena, y que por ella se mataron los hombres; de la angustia del rubio Menelao, esposo y rey de Esparta, que en el campo argivo acumularía pesadillas pensando en el sexo que el hermoso Paris tenía con la cautiva dentro de los inexpugnables muros.  

Aquiles ¿enamorado?, y dolido, dispensa un tiempo extra a los troyanos. Gracias a argucias de los gobernantes, bien pronto toma de nuevo las armas para sentenciar el fin. De cierta manera todo estaba ya predestinado, pero la dinámica de combatir el destino nos caracteriza como hombres. Sabe que va a morir, y cómo, y cada uno de los héroes juega un rol ya dispuesto, pero ni hombres ni dioses se ponen de acuerdo e intrigan, engañan, embaucan para continuar la matanza y conseguir sus objetivos o dorar la vanidad. Tríadas de amor y de pasión en el fragor de la guerra: Aquiles-Briseida-Agamenón, Alejandro-Helena-Menelao; apenas se acuna la Odisea, que merece tema aparte. Apasionamientos que traen consigo violencia inusitada, impropia de guerreros, cuando cebados con los despojos de Ilión, son mujeres y niños los que sufren la ira invasora, ajena a cualquier decoro o siquiera respeto a los dioses y sus templos. Quienes libaban y sacrificaban prometiendo ahora profanan. Ayax de Oileo violará a Casandra en el altar de Atenea, y el resto de las troyanas será sacrificado y repartido entre los vencedores. Eurípides (en Las troyanas) relata en voz de Hécuba, madre de Héctor, ante el cuerpo de su nieto: “Ahora que la ciudad ha sido tomada y destruidos los frigios, tenéis miedo de un niño pequeño. No alabo el miedo de quien teme reflexionar”.

Además, y para entrar en un tema no mencionado pero que aviva tanto sexo como amor: el erotismo, La Ilíada guarda uno de los pasajes más eróticos de la literatura. Pena para mí que no recuerdo el por qué -algo de castigar a unos y premiar a otros entre los rivales-, labor pedestre de las divinidades de entonces, y que tiene a la pareja olímpica, Juno y Júpiter, Hera y Zeus, en situación nada ambigua. Juno decide distraer al padre Jove para impedir un triunfo troyano. Utiliza recursos de mujer, no de diosa, e incita al supremo a dormir o recostarse juntos. Lo arrastra a una nube y Homero no dice más. En el campo se revierte la suerte y los aqueos reclaman victoria. Tenía como nueve años cuando lo leí, y aunque he olvidado a los que perecieron esa jornada en la batalla, nunca olvidé lo “otro”, una dulce sensación que se elevaba por encima de la muerte.


La experiencia anglosajona

El horror, lo oscuro, habita las mejores páginas de esta literatura. La herencia suele afirmarse que viene de prácticas profanas y tenebrosas de los antiguos pueblos que poblaban las islas. Lo recibieron sus descendientes norteamericanos, donde también se acunó una notable escritura del “mal”. Las condiciones socioeconómicas de la época en que se desarrolla su período clásico por decirlo, es el siglo XIX, y tiene que ver con paredes negras de humedad, salarios de hambre, maquinaria pesada, humo y contaminación. Toma características de feroz patetismo en Dickens, y se desarrolla hasta la materialización de la violencia, el crimen como arte en otros autores. La figura de Thomas De Quincey sobresale con mérito. Este escritor que fumaba opio los sábados por la noche y salía a observar al populacho, cuyo día libre era justamente ese, explicitó con matices de incluso cierto heroísmo para el perpetrador, los asesinatos de Williams en la Londres de 1813. Escuchó, sobrecogido, que en algún momento una de las víctimas sintió los pasos del asesino y oyó como golpeba la puerta. Luis Loayza, en un bellísimo prólogo a la obra, anota:

“De Quincey ha hecho suya la escena atroz del crimen asumiendo el propio terror y esta es la emoción que nos comunica. No hay duda que para ello tuvo que vencer una profunda resistencia y bastaría señalar que entre los crímenes y la narración median más de cuarenta años: la imaginación asimiló, fue enriqueciendo lentamente sus materiales. Disponemos además en este caso de un documento precioso que nos permite acercarnos al origen del proceso creador. En el Macbeth, después del asesinato de Duncan, resuenan unos golpes a la puerta; la escena había intrigado desde niño a De Quincey, quien no acertaba a explicarse el efecto que le causaba y la recordó de inmediato al enterarse de los golpes a la puerta de la casa asolada por Williams.”

También anota el prologuista que Del asesinato considerado como una de las bellas artes tiene deuda con Una modesta proposición, de Jonathan Swift, el mismo de Los viajes de Gulliver, que a modo de combatir el hambre y la superpoblación de niños irlandeses sugirió asarlos y comérselos. Por supuesto que tremenda propuesta no debiera considerarse de forma literal, aunque, conociendo la ambigüedad de los literatos isleños, en ambas orillas del mar de Irlanda, y continentales ya cuando se afincan en América, podríamos preguntarnos por qué no.

La sofisticación de la violencia en las letras locales alcanza un pináculo con los famosos asesinatos cometidos por William Burke y William Hare en la segunda década del XIX. El nombre del primero incluso alcanzó notoriedad de verbo, para explicar un tipo de muerte que el individuo practicaba en sus andanzas. Asfixia y/o estrangulamiento para obtener cuerpos que serían entregados a un notable doctor universitario, Knox, ávido estudioso de la anatomía humana. Burke & Hare fascinaron a los creadores de entonces y posteriores. Robert Louis Stevenson se inspira en ellos para escribir El ladrón de cadáveres, que leí en mi juventud bajo el título de El desenterrador, con la salvedad de no mencionar a la famosa dupla y solo adquirir como inspiración el entorno y el contexto de aquellos hechos en Edimburgo.

Burke y su socio Hare solían invitar a sus víctimas a departir tragos de whisky en la covacha que habitaban. Se cuenta que el interés sobre todo del señor Burke estaba en averiguar detalles de la vida del elegido, a quien se eliminaba en el momento preciso en que el relato alcanzaría una suerte de epílogo. La conversación, inconclusa, terminaba con la vida, lo que daba espacio de fantaseo y especulación acerca del, o los, posibles finales de una interesante narración. Pero los seres humanos nos parecemos demasiado, y más pronto que tarde, los relatos van asemejándose más y más. De allí, los socios decidieron ser expeditivos y no tanto líricos. Terrible, pero no falto de poética oscura y un aprecio indudable del oficio propio.

Ese es el punto que toca a Marcel Schwob, que, francés y judío, se apasionó por la literatura del otro lado del canal, considerándose un discípulo del gran Stevenson. Schwob, en su inolvidable Vidas imaginarias, reinventa con ironía y fineza el periplo de los señores Burke y Hare, haciendo énfasis, de acuerdo a la tradición de De Quincey, en la profesionalidad y arte de los asesinos, lamentando a su vez el epílogo, casi no queriendo dar término a una carrera artística de tan interesantes características. ¿Elogio de la violencia? ¿Apología? O simplemente ficcionalizar y embellecer en forma algo tan trivial como el asesinato en las sociedades industriales de entonces. Relato preciosista, tomando -podríamos sugerir- partido por la eficiencia -en lo que fuere- aparte de la subjetividad añadida al desempeño de un oficio riesgoso, brutal pero sutil al mismo tiempo.

Dylan Thomas, seis décadas después, resucitará los hechos. Ya es el tiempo del cine y la concisión prima para plasmarla en imágenes. El relato del poeta galés servirá de guión en un filme posterior. El año pasado, en forma de comedia, tal vez como lo deseaba Schwob, comedia negra, se estrenó una nueva versión cinematográfica en Inglaterra, sociedad tan afecta al policial y a los detalles y entretelones de ese arte tan antiguo de matar.

Recordando a Burke y Hare, y dada la explosión del gremio de estranguladores, cogoteros en la jerga boliviana, en la multitudinaria y nativa ciudad de El Alto, me pregunto si algún autor nacional tendrá el valor de desarrollar en forma de ficción drama semejante. Las condiciones no se dan, por supuesto, para hacer interpretaciones que no sean de orden moral sino estético. Creo que la sociedad enterraría para siempre a sujeto tal, y terminaría su carrera literaria con prontitud y quizá en circunstancias no muy agradables según vemos las carácterísticas de esta extraña época. De todos modos, y valga de referencia, Wilmer Urrelo, en Hablar con los perros, se aproxima a un tema cercano, el secuestro de mujeres, en La Paz-El Alto, con fines de lucro y explotación, además de otros asuntos candentes y prohibidos como la antropofagia. Pablo Cingolani, en un reciente y antológico texto de crónica, Bandidos en la frontera, explica parcialmente el negocio de la trata de personas y destina, por haberlo visto, esas víctimas que aparecen en las páginas de Urrelo a los lavaderos de oro en la región de Apolobamba, la vieja Carabaya incásica donde ya se explotaba la maldición amarilla. Casi afirmar, desearlo por supuesto en términos de denuncia, pero también de arte literario, que Bolivia anda necesitando, en estilo y género que fuere, la aparición de otra Vorágine, como la de José Eustasio Rivera, o alucinaciones históricas, tipo José Asunción Silva, sin obviar la modernidad del tiempo que vivimos, pero sin desdeñar un universo de incomparable riqueza, crueldad sin límites, cegueras popular y gubernamental, y lo multifacético de nuestro carácter.


De la mano de Anthony Burgess

La naranja mecánica fue inmortalizada por el cine, cosa que el autor británico Anthony Burgess, quien la escribió, tomaba con sentimientos encontrados. Por un lado significó un despegue económico sin precedente en su carrera; por el otro, y lo diría con dejo de tristeza, lo suplantó como creador, dejando el mérito del tema y su incuestionable controversia, muy adecuada al período, en manos del cineasta Kubrick, que sin necesidad de repetirlo, hizo, a su manera, otra obra de arte tan válida como la original. Ni mejor, ni peor.

Muchas veces la premura por publicar, o por no perder un contrato de edición, hace que el escritor ceda en asuntos esenciales, como estructura de texto, personajes, etc. Le sucedió a Burgess con esta novela, que para su edición norteamericana fue reducida a veinte capítulos, desechando uno. Stanley Kubrick se basó en esa versión para el filme y la razón está en la diferencia que en la edición inglesa original el último capítulo sugiere a un personaje redimido, que reflexiona, madura y abandona por voluntad propia sus para el resto nefastas actividades. En el incario, el Estado obligaba a sus habitantes a contraer matrimonio, para incluirlos en una maquinaria que debía funcionar. La idea es similar, la de un momento en donde el frenesí juvenil, singularmente violento en este caso, da paso al tiempo inexorable y sus condicionamientos, que si bien tornan una existencia en aburrida, permite al otrora rebelde y pecador sobrevivir, mientras sobreviven sus congéneres. Ello desmitificaría el ambiente abrupto, jocosamente extremo, casi horroso, de las páginas de La naranja mecánica, quitándole atractivo. Un personaje redimido no vende tanto como uno recalcitrante y reincidente. En Kubrick, la historia de Alex, la forma en que la termina en la cinta, deja en evidencia el retorno del pandillero a las andadas. Luego de una traumática “cura”, de la que sale impedido incluso de escuchar la Novena de su amado “Ludwig van”, se lo muestra mirando de reojo, con sonrisa cómplice, extasiado por los timbales de Beethoven. Ha vuelto a ser.

Burgess se cuestionaba qué era mejor para una sociedad. Someter a los ciudadanos a un lavado de cerebro, consciente y generalizado, llevaría al individuo a comportarse entre el colectivo según las reglas, mecanizando un sistema que reduciría el crimen, la conducta antisocial, pero que también arriesgaría su poética, el libre albedrío, que, querrámoslo o no, va a tener aristas como las de Alex y su gang. Ese veto a la libre expresión individual podría acarrear la consecuencia de terminar con creatividad y arte, que suelen venir a veces de situaciones y acciones disasociadas con lo que la cordura social permite o avala. Pero ¿es el delito una forma de libre expresión, resultado de ella, hijo espurio del pensamiento liberal?

Los matices difieren. Don Quijote y Alex representan dos facetas de un mismo rostro, el de aquel que se niega a engrosar el montón. Los motivos no interesan. Dado el caso se los podría diseccionar de a uno. El castigo por una conducta que pone en riesgo el “buen vivir”, máxima engañosa que han hecho suya hoy algunos gobiernos de supuesta izquierda, es parecido: cárcel, manicomio, clínica siquiátrica, paredón, destierro, desaparición. Allí encuentro el no oculto gusto del maestro Schwob por los caballeros Burke y Hare, rebeldes que desenmascaran la sociedad inglesa, hipócrita y explotadora, adueñándose de sus mismos métodos, permitidos para el Estado y prohibidos para el común. Fenómeno muy particular en los Estados Unidos de América, en donde el criminal y el antisocial se elevan al heroísmo, todavía aunque en menor grado hoy, en contra de la policía, los federales, los agentes del orden. No era extraño, en los setentas, que se aplaudiera en el momento en que Dillinger, el Enemigo Número Uno, en la pantalla, burlaba a sus perseguidores y se quedaba con el dinero. Bonnie y Clyde, Charles Manson, John Gotti, Capone por supuesto, llenaron el imaginario de la gente como expresiones de la frustración y la angustia rebelde, de la posibilidad de enfrentarse al monstruo. En ellos, el hombre de a pie veía, y ve, a los que de alguna manera se cobran por su difícil existencia. Paradójicamente, no sucede cuando es un banquero, un multimillonario el que estafa al fisco. La reacción entonces se alinea con la de las normas establecidas.

Los métodos “científicos” que se utilizan para reencauzar al personaje de Burgess, y que peligrosamente se asemejan a los que manipulan los totalitarismos, son fallidos. Hay sociedades que se manejan dentro de límites muy establecidos. Eso les permite crecer, desarrollarse, innovar. Pero, por lo general, países semejantes tienen leyes que regulan incluso al poder del Estado. La práctica del brainwashing no puede evitar explosiones individuales. Al contrario, mientras más se aplica, mayores, más numerosas las reacciones. Incomprensibles, se las denomina, cuando son tan obvias que no hay donde perderse.

Burgess cita a Orwell y Huxley, apuntalando aquello de si debe permitirse a un ente abstracto como el Estado, adueñarse de las vidas de otros. Supongo, volviendo a la novela y para no dejar cabos sueltos, que una redención personal vale, si es decidida en absoluta libertad. Eso lo observarán, señalarán, críticos, lectores, mientras el autor, Anthony Burgess, no se lo plantea de entrada; de acuerdo a su noción de escritura, evita hacer un esbozo completo de la obra. Comienza según algunas pautas y luego la narración sigue su propio camino. Por tanto sería aventurado arriesgar la opinión de que se escribía una novela sobre la violencia, a pesar de que la historia de Alex y sus muchachos recrea un evento personal en la vida del escritor donde su esposa fue atacada. Las consideraciones, preguntas, y posibles respuestas son posteriores.


La masacre de Aurora y algunas consideraciones sobre ficción y violencia

Hace unos días, en el estreno, a medianoche, del reciente filme sobre Batman, el hombre murciélago, el caballero de la noche, ocurrió una masacre. En un cine, el más cercano a casa en la ciudad de Aurora donde vivo, adyacente a Denver, Colorado, un individuo compró su boleto, pidió permiso para salir, llegó a su automóvil, se vistió como quien suponía era a partir del momento, y, por una puerta de escape previamente forzada, entró de vuelta a matar.

Pongámonos en escena. Cuando el asesino arroja unos cartuchos de humo, el público piensa que es parte del espectáculo. Más de alguno al empezar los tiros lo seguiría pensando. Es que Aurora a momento de cerrarse las puertas había dejado de ser. Era Ciudad Gótica ahora en la sala de un multicine. Embrujo colectivo que muestra aspectos muy representativos de la sociedad norteamericana. El cómic siempre fue acá un fenómeno de masas, acrecentado cuando se hizo cine. Tradición literaria popular, resultado y creadora de una psiquis particular del norteamericano medio, la del héroe cuya misión es salvar el mundo. Superman es el epítome del hombre en la América que les pertenece. Clark Kent lo retrata, de perfil bajo, trabajador, amable, tierno, y, cuando se necesita, implacable en su lucha contra el mal. Esto chocaría con lo dicho anteriormente acerca de que el Malo es el héroe y no al revés. En el caso de Superman, imagen emblemática del bien habría cierta confrontación, diferencia que se borra cuando el concepto que unifica las partes es el de individuo en contra de algo, sea el gobierno, organizaciones criminales, invasores extraterrestres, etc. La acción individual es la acción “americana”, y bajo ello se fundó esta sociedad. El caso de Batman es distinto, porque su carácter es algo ambiguo; aunque trabaja a favor de la ley y el orden, no es bien visto por sus representantes: suerte de expatriado necesario, útil en momentos en que el riesgo desborda la capacidad, pero cuestionable. Quizá por eso su traje oscuro, y moverse de noche, enmascararse como un ladrón, a diferencia de su par y también miembro de la Liga de Superhéroes, el de rostro luminoso que vuela con una gran S en el pecho.

El asesino ha penetrado en los arcanos de la ficción. Existe una vida paralela a su normal de estudiante graduado, de novio, de amigo, compañero de curso. La literatura, en uno de sus géneros, lo ha arrebatado hacia un mundo en el cual las cosas se dirimen de otro modo, no con lo prosaico del día a día sino con la grandiosidad de lo épico, en circunstancias brumosas, futurísticas, allí donde, otra vez, el individuo como tal será capaz de grandes acciones, ya sea enfrentar al Mal, o al Bien. Esa exhibición de estreno es el portal para penetrar al otro lado, dejando la impudicia de la vida cotidiana de lado. Al instante en que se cierran las puertas no hay retorno. En su caso, aparentemente, el personaje que lo había seducido y dominado era The Joker, el Guasón, y la batalla sería entre él, vilipendiado por la multitud que idolatra al enmascarado, y el mundo. Antes de que llegue Batman él habrá dado su lección. Lo demás no cuenta.

Octavio Paz, en El laberinto de la soledad, hace un inteligente análisis del por qué de los asesinos en los Estados Unidos, los que cometen masacres o los que van anotando unidad por unidad a sus víctimas. Volvemos a Anthony Burgess y el lavado de cerebro, que es extensivo y subyacente en Norteamérica, que se da de a gotas desde que nacen y prosigue en cada estadio de crecimiento, sobre todo en la escuela. Van conformando una sociedad de denunciantes, que combate ésa, unas décadas más vieja, que añora a los grandes criminales y que fue resultado de la Gran Depresión.

A partir de la Segunda Guerra Mundial los EUA alcanzan su época dorada. Hay un pequeño recule de rebelión en los años 60 con el movimiento hippie, que se absorbe pronto. Ahora hay un país rico y poderoso que proteger, y comienza a lavarse el cerebro, aunque sus raíces son tan antiguas como el calvinismo y estuvieron de eterno presentes. Pero ese sistema no es perfecto y la mejor muestra está en estas individualidades que en el rato menos pensado y de quien menos se esperaba, pierden la compostura y enloquecen de la peor manera. Últimos resabios de rebelión, según Paz, en una sociedad controlada y policial.

El caso de Holmes en Aurora cae dentro de ese marco, con la salvedad de que se añade el punto de la ficción. Rebelión también sería abandonar lo terrestre para vivir un cuento de hadas. No es raro, pero en su caso, extremo.

Pensé que la masacre no nos había tocado por ningún lado, hasta que el domingo nos enteramos que el hijo veinteañero de una amiga mexicana casada con coreano, quien estaba en la segunda fila, recibió dos tiros. Uno que le atravesó la rodilla, y el otro que entrando por el glúteo, con un orifico de entrada de media pulgada, cortó la uretra y destrozó el bajo vientre. Podríamos haber estado allí; siempre vamos. Queda a diez minutos de casa. Entonces seguro que no estaría hablando de este modo, ni diciendo que a pesar de lo terrible del hecho, no puedo como escritor, impedir quedar fascinado del alcance de la ficción y de su capacidad de crear realidades, incluso espantosas como ésta. Es que para mí, el cine es también literatura.


Misceláneas

Elegí el titulo de Lo abrupto y lo sutil, con una idea distinta a la que finalmente he redactado: digresiones acerca de temas y autores. Al no ser ensayista cabal, y nótese lo de cabal, prefiero no entrar y perderme en divagaciones teóricas o filosóficas que no me llevarían a mucho. Comento, opino, dejo volar la subjetividad por encima de mis libros y películas. El hecho de vivir aislado en un lugar como Aurora, donde cada diez años hay un crimen horrendo que la repone en el mapa, todos cerca de casa tal vez por la diversidad de su entorno, o por un omen que se aloja por allí, en los pasadizos de la carretera 225, me preserva de los avatares del mundo literario (mi amigo Igor Quiroga sería más drástico y diría la canalla literaria), y sus demandas. Hay autores que viven para ofrecerse en los mercados, como mangos maduros o tunas punzantes; no es mi caso y elijo la calma de crecer como ramita de albahaca o planta de cicuta, rodeado de pequeños placeres, la lectura el principal, aunque en derredor se anden acuchillando los negros, se madreen los carnales, o el Guasón baje de una nave semi-espacial y extermine a los vecinos.

Buscar y hallar los temas tratados aquí: amor, sexo, violencia en la literatura no cuesta esfuerzo. Como dije al principio, como la vida, los escritos están plagados de los tres elementos, unos más que otros, desde distintas perspectivas, coloreados a la manera de sus autores. Es al lector a quien toca conversarlos, encontrar los vericuetos que casi seguro el escritor ni siquiera sospechó, porque escribir forma parte del inconsciente colectivo, y, a pesar de que por lo general se sigue un esbozo previo, la palabra sigue rumbos independientes y destapa u oculta cosas ajenas al creador o su estructura previa. No en Paulo Coelho o Isabel Allende... que son por demás previsibles.

Hay tantos géneros, maneras de escribir un texto. Tantas las formas de interpretar una realidad concreta u onírica, que si queremos establecer un patrón de medida, o hallar una reglamentación en cuanto a la aproximación literaria a temas tan amplios como los propuestos, estaríamos trashumando la nada. Hace poco conseguí una obra que es ya un clásico: Recuerdo de la muerte, de Miguel Bonasso. La contratapa afirma que es una gran novela histórica, pero no tiene la estructuración de tal, aunque el argumento tratado sea de hechos sucedidos durante la dictadura argentina. Testimonial entonces, sí y no, ficción y realidad, así lo ficticio de los nombres oculte personas de carne y hueso. Lo que vale es su calidad de texto literario sumada a la memoria del tiempo que no se debe nunca perder. La guerra sucia, como la han calificado, abunda en violencia extrema, pero no por ello abandona los elementos de ternura que nos diferencian, cuando en la novela, por ejemplo, conversan un represor y un reprimido, luego del desastre; hay llanto acerca de lo ilógico de tan detestable carnicería. El represor le dice al otro que sabe que “ustedes” van a la larga a vencer, porque son mejores que “nosotros”. Tremenda ilusión; ellos y aquellos, tocante al poder, semejan gemelos.

El sexo, y la violencia en el Marqués de Sade han llenado libros de elogio y psiquiatría. Hace decenas de años que no lo leo, pero la impresión que tuve del divino marqués no fue la de orgías sangrientas sino la de moral. El hombre alegaba, utilizando armas por cierto muy dañinas entonces, por una sociedad que terminara con lo hipócrita y servil de la época, dominada por patrones, jueces, militares y curas, pilares de la iniquidad y desigualdad desde el inicio de los tiempos. Su ataque fue brutal, como lo fue su castigo, condenándolo al incluir su nombre en el vocabulario con una palabra que implica maldad. Su vida privada no interesa. Su literatura es explícita en su afán de destruir lo que nos separa.

Sería enumeración sin fin la nuestra, para rescatar instantes literarios con la temática que nos atinge. Georges Bataille, en poemas póstumos, descubre una faceta de esa que consideramos la más dulce de las artes escribientes, donde junto a la pasión que despierta el amor, se funden sexo y escatología, sin olvidar la violencia. Faltos de lírica amorosa, quizá, pero no ausentes de lo que suele ser el más ávido motor de la historia. Sigue allí, supongo que todavía vivo, el poeta español Leopoldo María Panero, soterrado en la prisión de un hospicio, o libre en la profunda soledad del ermitaño. Cómo saberlo, en un camino que envolvió también a Robert Walser y fue connotado y difundido en el caso del autor alemán Oskar Panizza, el gran hereje, artista que en El Concilio de amor destroza los fundamentos hipócritas de la Iglesia, y se burla con despiadada violencia e ironía de los iconos religiosos, para quien María virgen no era más que una puta desquiciada y Jesús un pobre diablo lloroso y dominado. Eso bajo el pretexto de la aparición de la sífilis en Europa. Le costó. Luego de procesos y cárceles decidió recluirse en el manicomio, desde donde escribió lúcidos párrafos autobiográficos designándose a sí mismo como “el enfermo”.

¿Qué perseguían Valentine Penrose y Alejandra Pizarnik en detallar las abominaciones de Erzébet Bathory, la condesa sangrienta? Carece esta mujer del peso socio político del otro gran monstruo, el príncipe valaco conocido como Dracul. Todavía en él, deslindando posibles desviaciones de personalidad, queda el pretexto de haber sido violento en una época violenta, extremo porque cabía a la necesidad de supervivencia. El Drácula romántico, exquisito en el Nosferatu de Herzog es posterior, invento del gótico y respuesta a distintas apetencias y tiempos. Pero Bathory, aceptando la carga enfermiza de la aristocracia a la que pertenecía, nos es todavía desconocida y sigue despertando controversias y encanto entre artistas de diferentes medios. Por asociación, recuerdo unos párrafos de Ivo Andric en Un puente sobre el Drina, sobre el que escribí en mi juventud y que describían con lujo de detalles algo que llamaríamos el arte de empalar. Sofisticación, brutalidad, insoportables. Pero seguimos abriendo esos libros y leyéndolos. Su espanto no logra desterrarlos de nuestra biblioteca.

Alonso Quijano, Aquileo, el cojo John Silver, Dimitri Karamazov, Raskolnikov, Martín Fierro, el vengador de Sin City, Boggie el aceitoso, Batman y la materialización del Joker somos todos. Como Eugenia Grandet, Madame Bovary, Catalina de Médicis, las heroínas de la novela gráfica japonesa, la infame Ana Karenina o Effi Briest. Complejos, contradictorios, crueles, desencantados y sórdidos, a la vez que tiernos, hidalgos, apiadados y afectuosos. Capaces de amar, poseer  y matar. Abruptos y sutiles. Siempre.

Aurora, julio del 2012

Leído en el VII Encuentro, 8/8/2012, Cochabamba

Imagen 1: Aquiles y Patroclo
Imagen 2: Thomas De Quincey en un dibujo contemporáneo
Imagen 3: Afiche de La naranja mecánica
Imagen 4: Batman
Imagen 5: Ilustración de Santiago Caruso para La condesa sangrienta (Pizarnik)

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