Friday, August 31, 2012

Uniformados y poderosos/MONÓCULO


El huracán Isaac paralizó la ciudad de Miami por un día. Su aeropuerto, Meca y delicia de la inmigración y comercio latinoamericanos, es espantoso. Noventa por ciento de aquellos cuya imagen de EUA está en Miami me contradecirán. Acepto que el calor tiene su encanto, sobre todo para ver a las muchachas en cueros, pero aparte de eso, nada. Opinión personal, por si acaso.

La gusanera, como se dio en llamar al exilio cubano, a pesar de que gusanera habita y manda también en la isla, ha convertido la ciudad en feudo. Entonces, volvemos al aeroparque, donde desde el último barrendero, pasando por los preparadores de emparedados de cerdo deshebrado, hasta los agentes de inmigración tienen ese origen. Para mal nuestro, del resto de los desheredados del sur a quienes los bienaventurados nos consideran poco menos que escoria. ¿Qué tanto hace un uniforme para cambiar la psiquis de una persona? ¿Magia de los entorchados? ¿Nostalgia de los heladeros o camareros que uno contempló en su infancia? Cosa rara…

Pasó Isaac, dejando a miles de personas varadas en el recinto gigantesco, a merced, peor por las circunstancias especiales, de los uniformados que “protegen” esta tierra de inmigrantes. Uno puede esperar lo peor: maltrato, desprecio, negligencia, desidia, por parte de los defensores del orden, quienes, al presentarles pasaporte, poco menos que exigen las intimidades del viajero como si ello tuviese que ver con seguridad nacional. Debiesen arrearlos a todos hacia Afganistán para recibir su propia medicina, que aquí inservibles son con sus desplantes, para cualquier cosa.

Necesitaba información y me acerqué a un joven cubano que ni treinta alcanzaría. Uniforme azul, placa dorada de migración. Apenas vio que me acercaba, gritó “stop!” mientras extendía la mano izquierda para detenerme y la otra agarraba la cacha del revolver. Di un paso atrás, porque maricas semejantes conllevan peligro. Le dije que no se asustara, que solamente quería averiguar algo. Y callé, aunque a decir verdad mi deseo era reventarle el lomo a patadas, hacerle tragar las balas, cosa que me hubiese valido Guantánamo y un viaje que -ya lo anoté- me obligaría al detestable trópico.

Agarrar las maletas, arrastrarlas, sentirse del montón al que azotan los amos porque llevan armas, ostentan presidencias, galones, ministerios. Debo a mi padre, felizmente, el asco por los circunstanciales poderosos, y más aún por la francachela de las botas. Pasé veinticuatro años de mi vida escuchando marchas militares en la radio. Uno tras otro, los borricos saquearon el país y nuestro espíritu. Y siguen hoy poderosos, bien pagos y serviles ante el jerarca de turno, con también inteligencia de cuartel.

Cada vez que encuentro a uno de estos, sea del arma u organismo que fuere, se me revuelve el estómago. Y parece que todos son lo mismo, que las baratijas que ostentan en hombros y pecheras causan estragos en su ya desmedrado intelecto. Dicen que en las féminas la reacción es contraria, que los uniformes estremecen este género más que la escarcha del otoño. Ancianas categorías machistas que tal vez sean ciertas y tal vez no.

Escribo porque no puedo descerrajarle un tiro en la cara al importante cubanito, o ir a Chonchocoro y cobrar como se debe a los malvivientes militares presos allí. No sé si será bueno pero somos animales de costumbres, de buenas costumbres, y nos educamos en privado. Pero a ratos un desfase de tanta consideración no vendría mal. Sin embargo el latente riesgo de gustar de aquello frena, no sea que de literato me convierta en vengador.
29/08/12

Publicado en Puntos de vista (Los Tiempos/Cochabamba), 31/08/2012

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