Sunday, June 1, 2014

Budapest, que no fue


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

We’re just going the wrong way, Pancho!, le dice una niña al bebé que empuja en un carrito. Nada sintetiza mejor el mestizaje cultural que se va acentuando entre México y los Estados Unidos. No me ven; me protege una barda de madera con espacios pequeños entre tablones. Degusto somnoliento mi cerveza a mediodía, hojeando de a ratos el diario londinense de Boswell. Una ardilla come despreocupada un trozo de basura.

Remas desnuda por el Danubio; tu único ropaje los remos. Sobresales casi entera del botecito con ínfulas de barco indio y kayak sofisticado. Bebes a sorbos de una botella que se me antoja chianti, pero que por el tamaño y el color debe ser un brebaje belga de trigo aromatizado de frambuesa o albaricoque.

El sol cae. Si se levanta, tiene que caer. Sonríes. Las manillas del reloj no existen, son abstracciones. El tiempo es una sustancia incorpórea que va royendo el cuerpo, una bacteria espiritual tal vez, nada más. La corteza se marchita, se desgaja, pero nada cambia.

Uno dos, dos tres, uno dos, el remo acomete cirugía en el agua, la abre como vulva en celo, divina porque parece azul, no roja ni sanguinolenta de mujeres reales, de la carne y el hueso que se martajan contra mí, como milanesas en cocina, con pan molido de sudor, y ajo desplazado desde las concavidades (de un pecho herido, diría la cueca).

Me tomas de la mano mientras esgrimes Debrecen, edificios color de durazno. Pero en San Francisco, al otro lado del mar, hechizos ancianos calabreses, mezclados con peyote de los papagos, se conjuran contra mí, contra ti, contra la ciudad que está hecha de helado, de tonos apagados de rosa, naranja y púrpura, de helado de crema debiera decir, porque la crema quita el brillo y opaca. La hojarasca de los Habsburgo, retina de mis ojos y febril onanismo intelectual que me hacen más húngaro que cochabambino, no alcanza para eludirlos: los tambores indios no paran de sonar, en un tamtam de florestas de arena, menos ducho pero más profundo que reflexiones centroeuropeas.

Vivo y ya no. Por los muros de metal que imitan madera, en Aurora, se desliza la lluvia de mayo. O junio. O julio. Hemos desollado la piel, media hora gracias al efecto narcotizante del citalopram que inhibe para hacer de este sexo casi casi japonés. Luego la cocción perfecta de los tallarines. Un trozo de carne bien sellado por aceite hirviendo se va en cortes delgados que baña sabroso jugo y sobre los que derramo perejil cortado al milímetro. El vino se descorchó antes de la guerra, y vencedores y vencidos, jadeantes, lo beben juntos, con las entrepiernas que muestran lo mejor y lo peor. Malbec y cabernet. Y viene el sueño.

Te recuestas contra un portón verde. El sol de Budapest se me hace el mismo de siempre, de Cliza y de Ellicott City, pero hay que darle ánimo a la imaginación para decir que difiere, que sol así no hay en la tierra marchita de donde vengo. Bromeo por la puerta de color. Te cuento de un clásico del cine porno, Detrás de la puerta verde, con Marylin Chambers y un negro que tenía la verga tan grande que lo llamaban el longhorn… de Texas, rememorando ese ganado de inmensos cuernos que no abarcan mis brazos abiertos. Sonríes, es la tercera vez hoy, y te relajas dejando abierto tu sexo, vertical y tembloroso ojo entrecerrado de cíclope. Algún vecino golpea con un martillo. Cierto dejo rural pervive en el aire, de una Europa que en el siglo XXI tiene todavía urinales del XIX. No extraño, pero pienso, en la comodidad de Norteamérica y de pronto quiero escapar. No que me vaya a refugiar a San Francisco, donde otra mujer pugna por olvidarme sin desear deshacerse de mí. Al medio, entre Budapest y la bahía, encerrado entre libros y una locura que he dominado a punta de píldoras.

Sorteo entre los anaqueles obras que no conciban ninguna lógica. Observo el lecho, todavía desarreglado después de unos meses. A esta cueva no entra ni Dios; apenas, si lo quiero, luz de mañana por las rendijas de la persiana.

Alistas los cordeles y velas de navegación. Me subes a un barco mediano que se conduce y domina a fuerza de músculo. Lo arrojas al Balaton, el lago mítico de los magiares y a la mar pequeña… Más tarde, en la penumbra alumbrada por faroles mortecinos de Budapest, vamos de café en café. Tengo la enfermedad de la memoria, y no hay punto de este universo que no sea recurrente. Camino contigo, cierto, pero en realidad lo hago con Joseph Roth. Tanto, que te ruego por un hotel de barrio obrero, desnudas las paredes de otra cosa que no fuese historia, y con corbatín y levita alquilados, y tú con vestido vintage comprado en el mercado de arte de Belgrado, reconciliamos la cronología y el 2008 fabricamos un coito dieciochesco con aires de belle epoque. Lujuria de voyeurs.

Chapotean tus pasos por la lluvia persistente de Colorado. Se ha mojado de diluvio tu chaquetón militar, tus cabellos rojos. Cortos de ron te reaniman y reiniciamos el golpeteo de la cama contra la pared de la vecina que mañana dirá, sin preguntarle: je suis française, oh, perdón, de Francia, you know?

Alitas picantes y cóctel de maracuyá, que aquí llaman fruta de la pasión. En el Elephant Bar, de Lakewood. La semana se ha decantado y consumido. Una pila de platos sin lavar recuerda ravioles y chicharrón. Te vas. No te pido que te quedes, aunque esta ruptura, sin ser tal, abre lo que se designa como eternidad, cosas que no se mueren.

Me quito el traje de Joseph Roth y vuelvo a ser un semi-maduro ejemplar andino embelesado con el río, el Danubio, el de Andrić y el de Istrati. También tengo un pasaje de retorno.

Despedida no la doy, porque no la traigo aquí, decía una canción popular, o me lo he inventado. Mis textos tienen sabor de nostalgia, sugieren amigas viejas carentes ya del fuego juvenil. No lo deseo, porque no hay tristeza de algo que no fue, y que si fue sigue siendo, a pesar de las riadas, de que el Danubio se torna negro en la desembocadura del mar homónimo, cargándose en las olas a los postreros haïducs, a los invencibles gitanos.

Un boleto de avión ¿qué implica? Una página añadida, nunca en blanco, porque sobrevuelas mi imaginación con la frescura y el arcoiris de tus antepasados, de mujer de Chagall, por encima de poblados que en nuestro caso no eran isbas de Vitebsk sino una casita de puertas verdes en las afueras de Budapest. Abandonamos nuestros relojes en casa del anticuario ¿o no te acuerdas?
2014

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Publicado en Revista OH (Los Tiempos/Cochabamba), 01/06/2014
Publicado en Puño y Letra (Correo del Sur/Chuquisaca), 03/06/2014

Fotografía: André Kertész

2 comments:

  1. Extraordinaria narración. Se disfruta de principio a fin.
    Un abrazo admirativo, querido amigo.

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