Thursday, May 26, 2016

Atrapado sin salida/CRÓNICAS DE PERRO ANDANTE

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Si París bien le valió una misa a Enrique de Navarra, imagínate cuánto le valdría a un bailarín folklórico boliviano. Por París dejaría todo -y lo dejó- apenas después de la primera actuación. Ya cuando hacían la llamerada lo pensaba: qué tal si me quedo, simplemente salgo de la concentración como para ir a caminar, y me les vuelo. Mientras peleaba el tinku ya lo tenía decidido: mañana, luego del desayuno, antes de que el bus salga a Poissy, donde debían actuar.

Sirvieron croissants, pan francés, jamón y mantequilla derretida para los emparedados. Se enamoró de Francia cuando entró a un bar, sin mirar a los costados, obviando quizá lo que le contaron acerca del racismo de los franceses, y pidió un sándwich de jamón con una cerveza brune. El barman agarró una baguette y le hizo dos cortes oblicuos. La abrió y con inusitada velocidad cubrió la parte superior de mantequilla.

Fromage?

Oui, pourquoi pas?

Aparte del gusto de estrenar un idioma carismático saboreó esa comida con especial ensoñación. No lo sabía pero aquel fue el instante en que cambiaba su según él maloliente La Paz por la civilización.

Yo llegué el 86. Y una tarde nos sentamos con Mario en una placita del Marais. Me lo presentó un cooperante francés (ya los había desde entonces) que ejercitaba sus armas antropológicas con la población andina. Y por eso se creía profeta, haz de luz del europeísmo recalcitrante que deseaba extraer de las tinieblas a los desheredados del mundo. Pero, bueno, lo necesitaba, y concedí mi silencio para poder desenvolverme en una sociedad que no sería complicada pero era desconocida.

Lo que sucedió, me cuenta, fue el cansancio. Estaba el hecho de que el marica conductor del grupo lucraba de lo lindo y nos pagaba un mísero salario más alimentación y hotel. Olvídate de viáticos: para él, mosquetero sin mosquete, el viaje significaba trabajo y el placer pecado. Estoy seguro, aunque no lo pueda comprobar, que personalmente se atiborró de placeres inusuales. Hasta en la mariconería hay sofisticación, y, a diferencia de sus eventuales amantes en Bolivia, que le entintaban los ojos de cuando en cuando, París le proveyó de perfumados magnates cuyos abrigos olían a chien caniche.

¿Pero cómo es que te quedas, que lo decides? He escuchado un cuento diferente, y ahora me relatas que la explotación es el motivo.
No, fue la gota que colmó el vaso. Veníamos de São Paulo, y la historia se estaba haciendo vieja. Un negocio; el arte para ese tipo era un negocio. No dudo de su talento, y menos de su capacidad organizativa. Sin él esto del Ballet Nacional no hubiese pasado de lírica, como es allá, tú sabes, pero creo que los bailarines merecíamos una parte de las ganancias, no solo la gloria. Pasábamos por las tiendas de la avenida Paulista mirando vitrinas, sin poder comprarnos nada. Pero, para qué mentirte, huí porque siempre quise salir del encierro de mi ciudad. Y tal vez me equivoqué porque no la estoy pasando bien. No trabajo. Ando de casa en casa, en ateliers de gente que me ha conocido, mendigando una noche, algún almuerzo. Entiendo lo de la bohemia; hablábamos sobre ella en las tertulias de los boliches paceños, pero de pronto me hallo en una encrucijada en la que, para donde mire, hay hambre. Intenté concubinarme con un par de francesas que supuestamente compartían mis ideales de estética y revolución. Mierda, merde, al egoísmo de esta gente le dicen actitud de avanzada. Están perdidos, solo observan la punta de su nariz respingada, y los de abajo, del África, Latinoamérica, etc. los atraen en la medida en que lo que hagan allí sea un aliciente de su ego.

Mi situación no era mejor. No podía prestarle dinero y menos alojarlo. Yo también vivía de fiado, y comía por casi nada gracias a un literato de la Sorbona que utilizaba su tarjeta en el comedor estudiantil para los dos. Abundante comida, sin embargo, y bastante sabrosa. Hasta hilarante a veces, como cuando me puse una cucharada de mostaza, decía Dijon en el turril, sobre mi arroz y casi me asfixio al tragar el primer bocado. Dulce ignorancia.

Mario, supongo que así no puedes vivir. Tienes que regresar. Yo voy pensando lo mismo. Vine por otra cosa y nada salió como planeado. No desdeño lo hermoso que es esto, y disfruto mis excursiones al campo con los árabes dueños de la empresa donde trabajo. Cada nombre tiene una connotación para mí: Argenteuil, Pontoise, Chartres. Pero la realidad aplasta los sueños, o hay que aprender a regular los sueños para que no se pierdan. Mi primera tarde de domingo fui a ver los mercados de París, los del centro, tan minuciosamente descritos por Victor Hugo en Los miserables. Seguí las coordenadas con una vieja guía Peuser del año 51 que perteneció a mi tío Hugo. Les Halles ya no estaban, no eran lo mismo o no los encontré. Las únicas barricada del París de 1832 vivían en mi cabeza, dudo siquiera que en la de algún francés. Entré al tren subterráneo y salí correteado por un gang de senegaleses que afirmaron mi convicción de que nada permanece, de que el tiempo nos evade.

Nos compramos en una panadería una larga hogaza. Al paso un cuarto de gruyère y un litro de leche que bebimos a pico.  No quisimos pero terminamos llorando, recordando sauces y huayños. Cuidado, no moquees en el recipiente que todavía hay leche.

El Ballet Folklórico Nacional no lo extrañó. Pudieron adecuar la coreografía para un sujeto menos. Siendo un acto colectivo no implicó gran dificultad. Luego se irían a Moscú. Se fueron a Moscú, y Mario deambuló por el espacio de sus ilusiones y el materialismo de no tener nada que cagar.

Somos pocos bolivianos en París, me decía, y los contados acomodados actúan más hijos de puta que en nuestra tierra. Políticos, claro, y ciertos intelectuales que por haber escupido alguna paparruchada en papel son tuertos en el país de los ciegos. Con ellos no se puede contar. Son peores que los locales.

Se terminó el pan, se secó la leche. Del gruyère nos comimos hasta lo que parecía cáscara. El crepúsculo amenazaba. Nos encontrábamos en tal vez la ciudad más linda del mundo y seguro que sobraban las oportunidades en cada rincón. Pero los que exploramos nosotros estaban vacíos.

Mendigamos algunas monedas de diez francos entre aterradas viejecitas. Hacía poco que terroristas árabes hicieron volar un mercado con media docena de muertos. El miedo jugaba mal para ellas y mejor para nosotros. Con las piezas de a diez podíamos usar el teléfono público y llamar a Bolivia por minutos. Una voz, un sonido venido desde el otro lado del mar, también valían una misa. Las modestas La Paz y Cochabamba hubiesen sacado cualquier sacrificio de nosotros. Sabíamos, pero, que de volver, pronto nos ganaría el desaliento y terminaríamos puteando contra el país de mierda, añorando el queso y la baguette, el couscous aguado que nos vendían los marroquíes por tres francos.

Me machacaba el recuerdo de un long play que trajera la tía Lucha de Buenos Aires: Gardel con guitarra criolla. Una de las canciones del Zorzal era Anclao en París, y comprendí que tanto Mario como yo estábamos atrapados en la belleza, sin salida ni comida.

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Publicado en CRÓNICAS DE PERRO ANDANTE (con Roberto Navia Gabriel), LA HOGUERA, Santa Cruz de la Sierra, 2013

Imagen: Kusillo

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