Sunday, October 15, 2017

El día que India Summer vino a verme

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

La soledad es mala consejera, dicen, pero buena amante. Se presenta con el abandono, o no. De improviso, con adiós de mano de mujer que crees tener entre tus dedos, atrapada en encantos subjetivos sin peso específico.

Mala consejera, pero ardiente.

Encendí el auto. Se sospechaba invierno. Uno sueña con atardeceres fríos, que luego de un café y torta de chocolate, incitan a continuar el placer. Desnúdate, le dices, mientras dejas un rastro oscuro que la servilleta atrapa de tus labios. Camina desde la cocina, lentamente, y déjame ver tus vellos. Acaríciate las tetas; muestra tu culo. Luego te inclinas, me abres el cierre, la camisa, bajas la cabeza y hundes tu rostro mientras aprovecho una última mirada al partido de Barcelona-La Coruña. No era gol, claro que no, la pelota rebotó fuera de la línea. Árbitro cabrón…

Para entonces ya te frotas, nos frotamos. Llevas los pezones endurecidos como canicas pardas. Estiro la mano hacia tus piernas, entre tus piernas. Los cabellos allí, mojados, se enroscan en el índice, el anular, el corazón y el meñique. Mi pulgar va de atrás hacia adelante y gentilmente te rasca el clítoris con la uña. Alguna vez, una, muy poca, los bañaste de líquido caliente. No te habías orinado, según creí; se trataba de un fenómeno femenino orgásmico. Casi un vaso de agua diría, o una pinta irlandesa, un montón, vamos, un montón de agua tibia con textura de jabón.

Nada dura. A pesar de las cataratas, de los senos puntiagudos, del pubis mojado y tembleque, de la cueva mágica de paredes semejantes a cartones mal prensados, hay un fin. Se acabó. Aquella vez te pedía que me relatases tus experiencias de motel. ¿Cómo te mirabas en el espejo, cómo te penetraba? Cuéntame otra vez lo del sofá, él de rodillas y tú con las piernas (ni te imaginas) abiertas. Tenía mucho pelo, entonces, comentas, y a él le gustaba hacerlo fuerte y sacarlo, y volverlo a poner, y sacarlo y mecerlo como pincel. Luego ya no sentía nada: su miembro flotaba en un mar interior, yellow submarine.

En el suelo, solo con falda, negra por si fuera poco, me acariciaba el sexo, metía dos dedos por vez y los sacaba llenos de jugo. El hombre de pie, frente a mí, agarrando su sexo a manera de revólver, ya desesperado. Se tiró al piso con la lengua afuera, trató de ponerla entre mis muslos mientras lo rechazaba con los pies. Se encabritó y me estiró. Me puso de rodillas e hicimos el amor como animales, cuadrúpedos, montado sobre mí obligándome a caminar por el piso de madera seca.

Eso contabas antes de irte. A las siete y media el auto se calentaba. Detrás de la puerta con malla milimétrica enviaste un beso y agitaste la mano. No te volví a ver. Años después, nunca te perdí el rastro, te vi paseando por el parque Colón, de corte garzón y vaqueros. Decían que tenías dos hombres, hasta tres y yo sabía bien por qué. Nadie más lo sabía. Tonto consuelo.


Actualizado por sobrinos veinteañeros me inicié en la pornografía digital. Incluí un léxico preciso, divertido, insano y en inglés, en mi verbo de avezado lingüista. “Cream pie” era cuando se quitaba el miembro de la vagina y se terminaba en la entrada. Para cualquiera vendría a ser una asquerosidad, pero hay una fascinación única, extrema, en asesinar la vida así. No significa que cada coito acabe en alumbramiento: sería la destrucción del gozo. Pero observar el orgasmo a puertas del cielo, quitándole el refugio de su cubículo ancestral, tiene sabor a dulce desgracia y también a total posesión… depende del punto de vista.

Naughtie Allie tirada en el piso, completamente desnuda y con las rodillas abiertas. Semen casi transparente sobre el sexo afeitado, alrededor del orificio anal.

Sunny Leone observando el pene de su amante ocasional justo afuera de la vulva, temblando, deshidratado, mientras el líquido se escurre y cae igual a lluvia ácida encima de las sábanas color crema.

La soledad trajo mujeres bellas y no tan bellas, altas, petites, culonas, tetonas, artificiales, naturales, peludas, velludas, calvas. Un autor boliviano en el preámbulo de una historia innoble mencionaba a Austin Kincaid. Hacia ella fui, y le fui fiel por al menos un año. No hubo paja donde no me sonriera, donde susurrara con una voz desprovista de talento: fuck me, baby; fuck me, oh yeah, yeah…

Ya para entonces dejé de ser un hombre abandonado y me convertí en uno soltero. Visité las tiendas Fascinations, donde un gran cartel de entrada anunciaba que esto, la pornografía, era más barata que una cita real. Verdad. Rentar un video original y usufructuarlo por tres, cuatro días, hasta cinco si aceptaba la multa de un dólar no tenía parangón. No necesitaba peinarme, bañarme, decorarme, afinar la voz, ejercitar interés literario, cultural, cinematográfico en mi charla. Ni su nombre preguntaba y nunca di el mío. Placer en su esencia íntima, de uno, en uno y para uno (casi se asemeja al discurso de Lincoln a la nación norteamericana). Austin… te fui fiel, lo sabes, te conocí en cada uno de tus rincones y adoré amarte mientras llevabas anteojos, o bajabas el sostén un poco y dejabas que te sostuviera las tetas que chupaba hecho un empedernido bebé.

Pasó el tiempo, los años pasaron, los inviernos, los barros. Hubo un cometa y tres eclipses. Clinton dejó de ser presidente y vino Bush, la guerra, las marismas iraquíes de Basora donde creció la humanidad; donde moría. Llegó Obama, que de negro guardaba el color… Crecí. Me hastié. Las divas porno envejecieron, se retiraron. A ratos visitaba la tienda vintage y alquilaba porno de mi juventud: Seka, la rubia húngara que elogió la verga gigantesca de John Holmes cuando todos lo vilipendiaron por drogo, por marica. Christy Canyon y las tetas monumentales, con mucho vello púbico, como se acostumbraba entonces. Un par de ellas murió de cáncer, una con la que hacía el amor a diario por una temporada y que ni se despidió de mí. Sus videos son ahora de colección, imposibles de encontrar. La muerte le trajo redención, de puta se hizo monjita; de monjita santa, aunque recuerdo su sexo con un clítoris mayúsculo. Parecía que se había adosado a la piel un camarón pistola: rojo, largo, barbado.

Decía que ya no eran ellas las mismas y yo seguía siéndolo. Sabía a traición pero estaba acostumbrado. Recorrí los estantes. Una tras otra desfilaron delante de mí, sentado en frente del ordenador, desnudo, acariciando el revólver y los cargadores, dispuesto a matar y al rato morir. Ninguna hacía mella: no se quedaban. Hasta que conocí a India Summer, una morocha alta, medio delgada, de senos naturales y de vellos decentemente recortados. Me recordó a alguien, a dos de mis amores para ser sincero; hasta a tres si exigía el recuerdo. India estaba perfecta, treintona, no con impudicia juvenil. Esta era una dama. E iniciamos una relación, un amor. Cuando salía para el trabajo me despedía de ella y la despertaba al llegar. Incluso pensé en matrimoniarla. Lo conversamos pero nunca se decidía. Lo único que conocía de su voz era lo mismo que con Austin, oh, yeah, fuck me, oh God, baby, fuck me. Estaba bien, no necesitaba mucho más.

Eran tantas mis visitas a su sitio web que encontré unos sorteos inesperados. Rezaba el anuncio que uno de los habituales de India en las redes tendría la suerte de recibirla en su casa para una sesión de sexo, sin cargo alguno, como premio a la constancia que se marcaba en el número de visitas a su muro. Anoté el nombre, mayor de 18 para no burlar la ley y lo olvidé. Un miércoles recibo un correo donde aseguran que gané, que India estaría en casa el 19 de septiembre, a las diez de la mañana, que si tenía patio mejor para filmar con luz natural. Casi me desmayo. Le puse una vela en la iglesia católica al primer santo que apareció.

El 19 tocaron el timbre. Llegaron técnicos que pusieron quitasoles en el jardín, papel celofán y otros adminículos. Apenas saludaron. Me había puesto mi mejor camisa francesa, de color azul con interior rojo cuadriculado.

Llegó India. Ni saludó. Luego, cuando las máquinas estuvieron en ON, sí, fue cariñosa, se juntó, me besó. Tornó el rostro para preguntar si estaba okey. Antes me habían escrito que necesitaban un comprobante médico demostrando que no tenía Sida ni etcéteras. Yo no demandé comprobantes.

Me desvistió. Puso mi sexo en su boca y no se fijó en los calzoncillos Gucci que me había prestado para la ocasión. Yo estaba encandilado, ni pensaba que varias personas me observaban como a un conejo. India se recostó; obligó a mi cabeza a meterse en ella, casi me ahogo. Luego me montó encima y repitió como en una grabación: fuck me, baby, yeah, yeah. No recuerdo el orgasmo, cuánto duré, si eyaculé gran cantidad o poca. Un asistente me hizo a un lado. Mi sexo iba desinflándose. Con un pincel especial le puso sobre el vientre algo que parecía leche condensada. Se me acercó y dejó caer unas gotas también en el glande. “Lo demás será edición”, entendí. India me dio un beso en la mejilla: thanks, baby.

Un mes después apareció la filmación del premiado, el afortunado cliente que había tenido a India en su poder por una mañana. Ajusté la flecha que iniciaba el video y lo que vi fue insulso, sarcástico, triste. No me reconocí, no era yo.
07/16

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Publicado en ERÓTICA, Antología de cuentos (Selección y prólogo de Ernesto Calizaya), PLURAL, 2017




2 comments:

  1. una buena selección de relatos eróticos, el tuyo el más "vivencial"...congratulaciones por tanto fuck me baby !.

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