Wednesday, December 13, 2017

MADRID-COCHABAMBA, en viajes de idas y vuelta

MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ

Thomas Bernhard sostenía que su ciudad natal, Salzburgo, era una enfermedad mortal. Al menos lo fue para él, que vivió con ella y sus habitantes enfrentados, en la vida y en la literatura, y la utilizó como piedra de amolar para su ingenio vitriólico y su encono inextinguible. Las relaciones del escritor con la ciudad en la que vive o en la que ha nacido y lleva como una carga en la memoria, son raras, no siempre, no por fuerza felices, salvo que engañe y se engañe de paso para mejorar el trago. Aquellas en la que ha ido a parar de grado o por fuerza, lo mismo.
               
La ciudad como espejo de la propia vida y de una aventura en la que debatirse a brazo partido. Ciudades natales o al paso, vividas de la mejor y la peor manera posibles, refugios de expatriación o del nuevo arraigo en las que llevar vidas fáciles o vidas azacaneadas. Tarde o temprano todas son para el escritor escenarios de la remembranza esteticista, de la memoria helada o del alegato de la revancha legítima, más o menos bienhumorado. Los personajes que en una y otra aparecen son muy distintos, los colores y perfiles también. Las primeras suelen tener por objeto contentar a los paisanos y, si son exóticas, a los lectores; en ellas la estampa se impone al recuento de la propia vida que así se escamotea. Solemnes baboserías, de mucho rédito.

En Madrid-Cochabamba, de Pablo Cerezal y Claudio Ferrufino-Coqueugniot, veo poco de remembranza esteticista y a cambio encuentro memoria descarnada tanto festiva como dolorosa –«Allí donde toques la memoria, duele», escribía el griego Seferis–, celebración de la vida vivida y compartida, con sana melancolía que invita al trago y a compartir mesa y trago, con humor burlesco y poco sentido del salir a escena con empaque del romántico para quien todo lo relacionado con las ciudades es «mágico» o «misterioso», o no es.


A veces una carta es un mapa, una invitación a recorrer constelaciones, escribía yo hace treinta años. Y quien dice carta, dice novela, crónica, fotografía, película de madrugada... Espuelas del alma. Esto es lo que me ha sugerido Madrid-Cochabamba, escrito a cuatro manos desde lugares bien distintos, extraterritoriales ambos para sus autores. Cerezal, que estaba en Cochabamba lo hizo de su Madrid lejano, escenario de vilezas y de una vida cada día más difícil para quien no forma en las filas de los privilegiados, que tal vez le puso en el camino de Bolivia, entre otros, y el que está en los Estados Unidos, bien lejos, lo hace con tanta nostalgia como furia de su Cochabamba natal, desde su cotidianeidad de una vida dichosa por intensa, entre libros, platos cocinados con placer y mimo, música, tragos. Ambos escriben como forzados de vidas propias y ajenas, sin darse tregua, en el combate con la época que les ha tocado vivir o consigo mismos.

No hay lector que no tenga su Madrid y su Cochabamba, su Aurora y su Vallecas, aunque no se llamen así. Y habrá madrileños y cochabambinos que no reconozcan en estas páginas su ciudad, mientras que otros estoy seguro de que la van a conocer un poco mejor. Ese es para mí el valor de esta crónica de la memoria y de dos ciudades muy distintas que en ella une el poder de la escritura a caño abierto, sin contemplaciones. Escritura sin amo esta.

Lo cierto es que Madrid-Cochabamba invita al viaje de ida y vuelta, al viaje en la geografía y al de la memoria.

«La memoria semeja también un viaje al fin del mundo», escribe Claudio, porque el suyo lo es y tú te ves en escena exclamando: «¡No regresaré más!». Apagan las luces, sales del teatro, en la taquilla te informan de que la entrada ha sido algo menos que regular, y te dices que darías cualquier cosa por estar allí, en otra parte, en Madrid, en Cochabamba, en el camino. Es cierto que siempre tiene que haber gente en movimiento para pervertir a los que están en reposo, pero estos dos furtivos de la escritura, lo hacen a parado.
               
Pablo Cerezal es de Madrid, Claudio de Cochabamba y vive expatriado en Aurora Colorado, USA. Ni Madrid ni Cochabamba son mis ciudades, pero  las conozco por haberlas vivido y pateado durante temporadas más o menos largas. Ciudades algo más que de paso. A Madrid caí porque no sé qué limpiabotas senequista y prestamista de gorrones decía que era el rompeolas de todas las Españas. Bueeeno... Ahora mismo la doy como una ciudad perdida, por no decir enemiga, por mucho que me guste y haya gustado patear sus calles de noche y de día. Le dediqué un libro titulado Peatón de Madrid. Me quedé corto. Mi Madrid no es el mismo que el de Pablo Cerezal. Por fuerza. El mío puede que llevase la fecha de caducidad entre sus líneas. El de Cerezal no. Envidia cochina la mía. Madrid tiene muchos Madrid dentro, depende de dónde vivas y de la fortuna de la que goces. El de Pablo Cerezal es un Madrid poco castizo, poco de estampita, que es lo que se lleva. Es bronco y a la vez resulta familiar, no solo para habituales de la cama del diablo de la que hablaba Waits, sino para los burlados, los pícaros y los del coge la puerta y corre, corre.  Y es que Madrid es una buena prueba de que las ciudades solo son gratas si no tienes que entrar en ellas a punta de navaja.

Leyéndolos en su juego de pie forzado y réplica viva me doy cuenta de no es que haya muchos mundos que están en este, que también, claro, no le vamos a llevar la contraria al poeta de fama, que para eso la tiene, sino que una ciudad encierra otras ciudades, no todas invisibles como dicen los exquisitos morandos, basta con asomarse a ellas y en lugar de adornarse con Gymnopedias, de Satie, hacerlo con Mark Knopfler en su Última salida para Brooklyn.

En Cochabamba caí antes de conocer a Claudio Ferrufino. Me sedujo no solo porque tiene cielos que dan ganas de zambullirse en ellos, decía el Ramón Rocha, sino por sus mercados –«¡¿Pero en qué sitios te metes!?» y sus picanterías. A Claudio lo conocí de una manera pintoresca de veras. No en Cochabamba, sino en un hotel de Santa Cruz. Él sentado en una mesa y yo en otra, y sin hablarnos. Él escribía en una mesa, yo en otra. Nos mirábamos y bajábamos la cabeza. Perdimos una oportunidad gloriosa de conocernos. Luego le escuché una soberbia conferencia sobre esta literatura o escritura del desarraigo y la expatriación del nómada forzoso que se nos viene encima y va a ventilar los aires de tufo hediondo de una literatura que si no huele a muerto, sí cuando menos a cerrado. Esto lo sabe muy bien Cerezal que tiene ojos de pájaro y oídos de cazador furtivo, así lo he visto en las terrazas de Cochabamba con su libro de crónicas marroquís en la mano, las del viajero por sueños y memorias, por los laberintos de las ciudades y por los papeles: es un hábil perseguidor de huellas literarias ajenas porque marca las propias.

Vuelvo a Claudio y a Cocha. En otro viaje, después de haber leído su soberbio El exilio voluntario, nos conocimos en una noche de acullico furioso, tragos, guitarreo, más el charango del Danger, y unas cuecas finales, hermosas en la poca luz; noche de trueno aquella, en compañía del Julio y el inolvidable Chino, entre taxis y cervezas y un rotundo «¡Abrés la reja o te la echo abajo a patadas!» que dijo uno, no me acuerdo quién, lo juro, pero sí que fue un ábrete sésamo que nos permitió entrar en un antro, que me parece anda por estas páginas, en el que hubo mucha conversación entre gente que dormía tirada debajo de las mesas. Nos tomaron en varios sitios por maleantes de profesión u oficio, que le dicen, y sin duda lo somos. La mala reputación de Brassens: no hay mejor fe de vida para un escritor que no lambisconee.
               
Pablo sabe de Cochabamba por haber vivido en  ella y haberse dejado el pellejo en algunas de sus calles junto a esos que llaman «los más desfavorecidos», que son tantos que al final ni los vemos. Conoce su lado menos amable, el de las colas de inmigración. Un país no lo conoces hasta que haces una de esas filas. Al final, Cerezal sabe que una cosa es viajar por cuenta del gobierno o haciendo turismo organizado, o a la caza del documento humano, es decir de la tragedia hecha espectáculo, al que sacarle tajada europea –un pingüe negocio a estas alturas–,  y otra, bien distinta, padecer a los gobiernos, a todos. Pablo no es de estos, pese a haber conocido esa cara menos amable que por fuerza tiene Bolivia, como la tienen los Estados Unidos que Claudio exorcizó en El exilio voluntario, y como la tiene España ese país de todos los demonios cuya historia es triste porque termina mal.

Parecida perspectiva es la de Claudio desde lejos. Entre tanto literatura, escritura con la vida por delante o a la espalda como acicate bravo de este concierto de comidas, bebidas, puticas sin fortuna, burdeles, bicicletas, canciones, muertes, vidas, alcoholes venenosos o para aquietar el alma, como decía Montaigne... A lo dicho, hay páginas que son mapas, invitaciones al viaje, estas, carajo, estas, aunque solo vayamos a la vuelta de la esquina para regresar de seguido que ese parece ser el sentido de todo viaje, aunque no sepas a donde, aunque no encuentres otro lugar que tu memoria... «¡Y ya nos vamos yendo!», exclama el postillón que maneja, con mano firme y mucha noche en los ojos, las riendas de este tiro de caballos locos.



                                                                                Arraiotz, diciembre de 2014.


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Prólogo a las dos ediciones de MADRID-COCHABAMBA (La Paz, 2015-Madrid, 2016)

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